Sabe que están cerca. Lo sabe dentro de ella, una sensación que culebrea enroscándose lentamente en sus entrañas, llevando el calor de la excitación y la alerta allá donde solo hay frío.
El lugar ha cobrado vida al llegar la noche. En la oscuridad, sus contornos se desdibujan, lo hacen parecer más grande. Hay cientos de luces que destellan erráticamente, creando aún más oscuridad al deslumbrar a todos los presentes, jóvenes de cuerpos cálidos cubiertos de negro que contemplan el escenario, el único lugar iluminado por una luz directa. En él, un joven de largos cabellos toca un órgano electrónico haciéndolo sonar como un viejo clavicordio, acompañado por otros dos jóvenes de largos gabanes de cuero y guitarras eléctricas que producen riffs dispares que se unen en una melodía inquietante.
La música ha cambiado mucho, se dice a sí misma Alex, mientras contempla el rostro frío y casi malvado de los ejecutantes, la forma en la que miran por encima de las cabezas del público que los contempla entregados, bailando al son que ellos crean. Son dioses por un instante, son el centro de las vidas de los que les rodean, y lo saben. Disfrutan de ese momento con arrogancia, embriagados por su superioridad. No es como cuando ella cantaba, piensa Alex. No hacen partícipes a su audiencia del ritual que están creando. Si, les hacen disfrutar, pero no les llevan al éxtasis dionisiaco que les es demandado por cada mirada de admiración. Alex da un corto sorbo a su vaso de crema irlandesa y aparta su vista del escenario, prefiriendo sumirse en sus pensamientos. Su mirada se cruza accidentalmente con la de un chico de pobladas patillas y aspecto lobuno, que está junto a ella en la barra, en un lugar ligeramente apartado, medio ocultos tras una columna. El joven esboza un tipo de sonrisa que Alex conoce muy bien, pero ve algo en los ojos de la vampira que hiela esa sonrisa y le hace concentrarse en su jarra de cerveza.
Son pensamientos lúgubres los que cruzan la mente de Alex. No es la primera vez que duda de lo que se dispone a hacer. No debería estar aquí, se dice a sí misma. Debería estar ahí fuera, debería seguir buscando a Voltaire, encontrarla y irme con ella lejos de aquí. Renunciar a esta absurda venganza que no lleva a nada. Ellos creen que estoy muerta, y aunque supieran que vivo, no serian capaces de seguirme.
Pero es algo que necesita hacer, una necesidad tan irracional que ni para convencerse a sí misma es capaz de explicarla. Es algo casi animal, la necesidad primordial de eliminar a aquel que puede constituir una amenaza para ti, o para los demás. Y además está Zona, la pequeña y dulce Zona, a la que ha prometido proteger, a la que quizá no dejen escapar fácilmente. La navaja de Voltaire descansa en un bolsillo de sus pantalones, pero no sabe si tendrá el valor para usarla, para degollarles rápidamente, para que todos les den por muertos y acaben en una fosa común. En el rostro de Alex se dibuja una sonrisa que helaría la sangre del mismo Satán. Sí, piensa, eso seria poéticamente justo. Pero aunque no sea capaz de atacarles, de matarles, al menos quiere que sepan que fracasaron, que no pudieron con ella.
El grupo hace atronar sus guitarras en un crescendo endiablado que termina de golpe, y sin decir palabra abandonan el escenario. Comienza a sonar música grabada mientras una decena de proyectores ocultos decoran las paredes del local con escenas de películas de terror. Las luces del escenario se atenúan, pero Alex puede distinguir a Anais y al resto de los Sonámbulos que comienzan a prepararse sobre él. Termina la crema irlandesa de un solo trago, sintiendo como su frío se va tornando calor al llegar a su estómago, como esa calidez falsa la va desentumeciendo poco a poco al deslizarse en su sangre.
El escenario vuelve a iluminarse de repente, y el público recibe a los Sonámbulos con una sincera ovación que hace sonreír a Anais.
-Truco o trato-susurra sensualmente en su micrófono antes de comenzar a tocar.
*****
Voltaire nota como se va volviendo desagradablemente fría, como la sensibilidad comienza a desaparecer de la punta de sus dedos, de la raíz de sus cabellos. Hace solo un día que dejó casi completamente seco a aquel indigente, pero parece que no ha sido suficiente. Debe conseguir más sangre, debe hacerlo para que sus manos dejen de temblar y de sacarla de quicio. Pero ahora no tiene tiempo para eso.
Hace un buen rato que ha prescindido de las gafas oscuras. Todo está demasiado oscuro a su alrededor, y ha descubierto que pese a lo que digan las leyendas no tiene ningún don especial para ver en la oscuridad. Se detiene un momento y mira a su alrededor, intentando orientarse. Hace mucho que no va a la Cueva de los Bohemios, casi no recuerda el camino, y está tan nerviosa que teme pasarse cualquier desvío y llegar tarde a lo que sea que vaya a ocurrir. Está segura que Alex va a estar allí, que va a enfrentarse a ellos. Se lo dice un cosquilleo inaguantable detrás de los ojos, se lo gritan las polillas de alas aceradas que mortifican su frío estómago. Y ella necesita estar allí con ella, a su lado, decirle que sigue siendo su sirvienta, implorarle clemencia por su atrevimiento.
La calle está iluminada por la tenue y amarillenta luz de viejas farolas y los chillones y tristes neones de varios locales de mala nota. Sí, esta calleja le es familiar. Está cerca, muy cerca de allí. No sabe como va a entrar, aunque quizá pueda colarse por la puerta de atrás. Si Anais actúa esta noche, podrá decir que viene con ella, que ha llegado tarde. Usará sus encantos para seducir a quien esté en la puerta, para que le deje entrar por la nunca pronunciada promesa de algo que nunca ocurrirá. Se pregunta que ocurrirá si se cruza con ellos, con Gareth y Sherri, si será capaz de reconocerlos, como reaccionarán ellos al encontrar una vampira a la que no conocen.
Nada puede dañarme, se dice a sí misma, sintiendo como esa verdad difícil de creer calma suavemente sus nervios cada vez que la pronuncia. Mi voluntad es más fuerte que la suya, se dice a sí misma, y lo repite una y otra vez, la antigua técnica mágica de hacer algo real repitiéndolo cientos de veces, tornándolo en una especie de trance hipnótico, mientras cierra las manos en puños crispados para evitar que sigan temblando. Esta cerca, muy cerca. Entonces es cuando el olor de la sangre asalta sus sentidos y se apodera implacablemente de ellos.
Gira una esquina y lo ve frente a ella, de espaldas, cubierto por un gabán negro, asomado al interior de un callejón, apoyado en la pared como si las piernas no le sostuvieran. Es de él de quien proviene ese olor, esa deliciosa e irresistible promesa de calor, de pura vida para calmar su ansia. Sí, quizá deba hacerlo, quizá sea lo mejor. Así se enfrentará a ellos con la mente despejada, con el alma centrada y afilada como una hoja de afeitar. El extraño sangrante ha elegido una esquina oscura, alejada de los patéticos círculos de luz que proyectan las farolas sobre el asfalto. Sí, será lo mejor. Mientras se acerca sigilosamente a él, sacando el pedazo de cristal del bolsillo trasero de sus viejos pantalones negros, se pregunta si acaso será algún criminal, alguien peligroso, alguien por el que no sienta ningún tipo de remordimiento cuando cercene su cuello, cuando devore su vida, cuando robe su delicioso calor. Todos los movimientos de Voltaire se tornan antinaturalmente lentos y fluidos, como los de una gato cuando se dispone a cazar, toda su atención puesta en que sus botas no hagan el más mínimo sonido sobre el asfalto, en que sus articulaciones no crujan delatándola, en que ningún suspiro escape de su garganta. El olor se hace más y más fuerte conforme se acerca a él, urgiéndole a saltar sobre él, a dejar de lado cualquier precaución y tomar su vida inmediatamente, a saciar su hambre de sangre, de esa vida que siente que se le escapa por momentos. Es un olor desagradable, pero que la excita como la promesa de unos labios hermosos, de una piel suave.
Voltaire alarga lentamente el brazo hasta casi rozar los cabellos grises del extraño con la punta de los dedos. Alza lentamente el trozo de cristal hasta ponerlo a la altura de los ojos y espera allí detenida un larguísimo instante, escuchando los débiles jadeos de su víctima, viendo como las gotas de sudor que resbalan por su cuello brillan tenuemente en la oscuridad. Entonces es cuando el extraño gira de repente la cabeza y la descubre.
Los ojos grises del extraño que contemplan, el rostro convertido en una máscara de sorpresa, y lo que Voltaire lee en ellos la aterroriza. Hay reconocimiento en esos ojos. Son unos ojos que esperaban verla, ver alguien como ella, unos ojos que saben el significado de la mirada opaca de la furtiva asaltante que acaba de sorprender. Un instante demasiado tarde hunde el pedazo de cristal en su cuello, arrancando un gemido de su garganta. Algo estalla entre ellos, y Voltaire siente como un intenso calor la inunda por un instante, sobrecargando sus sentidos, haciendo que sus rodillas flaqueen. Cae al suelo, mientras el extraño la contempla, la sorpresa todavía reflejada en su rostro, la sangre manando de su cuello, el aterrador revolver que acaba de disparar a bocajarro humeando frente a él. Entonces las fuerzas le abandonan y cae junto a Voltaire, que no se atreve a palparse el vientre por miedo a lo que pueda encontrar allí.
-Al menos he acabado contigo-consigue pronunciar el extraño, sin dejar de mirar a los ojos de Voltaire.
La vampira solo niega con la cabeza, más para ella misma que para ese peligroso extraño cuya sangre se derrama miserablemente frente a ella.
-Esto es por Serlina, maldito monstruo-dice el extraño, haciendo destellar una chispa de comprensión dentro de la convulsionada mente de Voltaire.
El extraño alza de nuevo su arma y la apunta la cabeza de Voltaire. La vampira la aparta de un manotazo y se abalanza sobre él, pegando sus labios al corte de su cuello, intentando desesperadamente sustituir con esa sangre el torrente que resbala entre sus piernas. Cuando su boca se inunda de sangre siente una deliciosa calma inundándola por un instante, pero pronto el ansia vuelve a dominarla. No es suficiente. Necesita más, mucho más.
Algo en la mente de Voltaire empuja a su consciencia, luchando por ocupar su lugar. Es deseo puro, instinto puro, el abandono de toda racionalidad, la devoción definitiva al macabro y cálido dios de la sangre. Mientras la vida escapa del cuerpo del extraño, Voltaire sabe que en ese deseo está su única esperanza, y placidamente se deja llevar por él.
*****
La ultima canción de los Sonámbulos está desgranando sus últimos compases. La audiencia la escucha en un silencio casi religioso, atesorando cada instante con todo su ser, danzando lentamente al lánguido son de la oscura melodía que Anais toca con su guitarra. Finalmente la música muere plácidamente, y el silencio se convierte de golpe en una ovación. El público suplica más, pero Anais se encoge de hombros, y señala un imaginario reloj en su muñeca. El siguiente grupo debe salir, forman sus labios. A modo de despedida tiende una mano hacia el público, como si pudiera palpar su calor con la punta de los dedos, o la electricidad pura de la excitación que han provocado con su música.
Las luces del escenario se atenúan hasta oscurecerlo, y el grupo desaparecer para ser sustituido por una proyección de una antigua película de terror. El lugar que ocupaba Anais está ahora totalmente cubierto por el rostro de Christopher Lee encarnando al Conde Drácula. Alex sonríe, medio oculta tras la columna. Es curiosamente apropiado, piensa, un anuncio de la naturaleza oculta de la siguiente actuación. Reconoce la película, recuerda haberla visto cuando se estrenó, hacía mucho, cuando aún era una simple mortal. Peter Cushing aparece en escena representando al Profesor Van Helsing, el guardián del orden y la moralidad victoriana. Esgrime dos viejos candelabros formando con ellos una cruz, manteniendo a raya al diabólico Conde. La ironía de la escena no se le escapa a Alex. La cruz cristiana, el símbolo que más matanzas, atrocidades y crímenes ha provocado, enfrentado a algo que es llamado malvado por ser distinto, por entender una moral y unos valores ajenos a los de la mayoría.
Sobre la imagen del Conde Drácula convirtiéndose en cenizas bajo la luz del sol aparece la menuda y delicada silueta de Zona, que agarra el micrófono tímidamente. Alex puede sentir su nerviosismo aun en la oscuridad, ve como gira su cabeza una y otra vez hacia alguien que aún permanece en las tinieblas, junto a ella. Un rayo de luz se refleja por un instante en sus inquietos ojos. Todavía no le han dado a probar la sangre maldita.
Alex ha seguido sosteniendo el vaso vacío en su mano, jugueteando con los pedazos de hielo toscamente cortados que contiene. Lo deja sobre la barra y se oculta más aún tras la gruesa columna. No quiere que la vean, todavía no.
Un rasgueo de guitarra inconfundible paraliza el gélido aliento de Alex. Las luces del escenario se iluminan y dejan ver a la nueva formación de Fata Morgana, mientras la guitarra y el bajo comienzan a traza una obertura al ritmo de una batería pregrabada. Alex casi no se atreve a mirar a Gareth o a Sherri, ambos en lados opuestos del escenario, donde la luz no pueda delatar su extrema palidez. Los ojos de Zona contemplan al público ansiosos, mientras agarra el micrófono con dedos tensos. Pronto comienza la melodía y la voz de la pequeña Zona comienza a sonar, suave como el terciopelo. La primera estrofa cautiva a todos los que la oyen, los acaricia suavemente pero con una sensualidad sorprendente. Zona lo nota, lo ve en los ojos que la contemplan, en los labios que se separan para exhalar suspiros de admiración. Entonces toda la tensión se rompe, y continua cantando con más sensualidad aún, haciendo que su voz ejecute cabriolas sorprendentes sobre el fondo de la melodía. Alex sonríe al verla. Están cantando una de sus viejas canciones, con un nuevo arreglo para adecuarla a los gustos modernos, pero esa chica descubre en la oscura y romántica letra matices que ni ella misma habría podido imaginar. Gareth sale de las sombras durante el punteado de guitarra, mirando a los presentes con sus fríos y muertos ojos azules, obligando a su instrumento a producir sonidos casi imposibles, cadenas rotas de acordes endiablados que cortan la respiración del público. Alex se da cuenta de que se había olvidado de lo hermoso que era, del poder irresistible de seducción que tienen todos sus gestos, la forma deliciosamente decadente con la que ladea la cabeza al tocar, como se reclina sobre el mástil de la guitarra con una indolencia decididamente sensual. En un momento delicioso Sherri cruza el escenario en tres rápidos pasos de baile, acoplando sus movimientos a los de Gareth mientras la música que producen se une para formar algo hermoso y salvaje.
En ese momento tienen a todos los presentes a su merced. Son solo marionetas, ellos tiran de los hilos. Son dioses, jóvenes y malignos dioses cuyos fieles harán lo que fuese por complacerlos.
Zona canta lentamente la última estrofa, deformando más y más su voz hasta convertirlo en el espeluznante alarido de una bruja en la nota final. Hay un instante de silencio cuando la música se detiene, y después llega el delirio en forma de gritos y silbidos. La pequeña Zona sonríe, mirando a su alrededor como un gatito asustado, conmocionada por la magia que acaba de conjurar.
Gareth le hace un gesto y ella asiente con la cabeza. Comienza a sonar un frenético solo de batería pregrabado. Los instrumentos comienzan a tronar de repente, y el rostro dulce de Zona se transforma en un instante en el de una amenazadora y bella bestia salvaje. Comienza a cantar una letra que Alex no conoce, compuesta de alienación pura y soledad frustrada. Alex sale de tras la columna que la oculta y comienza a avanzar lentamente hacia el escenario, empujando sin contemplaciones a todos los que se lo impiden, clavando sus codos en el costado de los más testarudos. La terrorífica canción está en todo su apogeo cuando Alex llega frente a ellos. Es Zona la primera que la ve, y su furia es traicionada un instante por su sonrisa y el guiñar juguetón de un ojo. Gareth la ha visto, y curioso busca a quien iba dirigido ese saludo. Cuando lo descubre, una nota falsa escapa de su guitarra. Sus ojos azules se cruzan con los de Alex, y ella le sonríe, una sonrisa cruel y aterradora. Sin dejar de tocar, avisa a Sherri con un gesto. La bajista detiene su danza al ver la sorpresa en el rostro de Gareth. Cuando sigue su gesto y ve a Alex sus ojos opacos no pueden ocultar su terror.
La melodía termina abruptamente, y la ovación oculta las palabras que se pronuncian sobre el escenario. Gareth agarra el brazo de Zona con dedos gélidos, le pregunta bruscamente de que conoce a esa chica del público. Solo algunos de los presentes ven el miedo que asoma por un instante al rostro de la dulce cantante, como musita su respuesta con labios temblorosos.
Gareth vuelve a mirar al público, buscando a Alex con ojos ansiosos. Pero no la ve por ninguna parte.
*****
Han terminado demasiado pronto, y han abandonado el escenario ignorando las peticiones del público, dejándoles una leve sensación de traición. Algo ha ido mal, y el público lo sabe, lo ha notado en la forma en que tocaban, en la voz de Zona, que se ha quebrado más de una vez por el nerviosismo. Les han ovacionado cuando se han despedido por sorpresa, sin ni siquiera hacer una reverencia, solo un gesto de Gareth para que bajaran las luces del escenario.
La furgoneta esta aparcada en el callejón trasero, cerca de la puerta de servicio. Gareth y Sherri cargan los instrumentos y los amplificadores, mientras Zona espera sin mirarles, la espalda apoyada en la parte trasera, sujetando sus manos la una contra la otra para que no tiemblen. Ha visto algo en los ojos de Gareth que la ha aterrorizado. Ha sido cuando la ha agarrado, cuando su voz normalmente suave ha restallado como un latigazo sobre ella. Creía que Alex había exagerado al hablar de ellos, pero ahora sabe que era cierto. Por un momento mira al otro lado del callejón, a la calle oscura en la que desemboca, y se pregunta si podría llegar allí antes de que la atraparan. Sabe que no es posible. Quizá si volviera al interior..... Pero no, tienen que abrir la puerta desde dentro, y en ese tiempo podría ocurrir cualquier cosa. No tiene ni idea de lo que pueden hacerle, ni quiere pensar en ello.
Gareth cierra de golpe la puerta lateral de la furgoneta y se acerca a Zona. Alarga una mano para tocarle el brazo, pero de algún lugar surge un chasquido que hace que se detenga. Zona alza la vista al escucharlo y ve a Alex junto a él, sosteniendo contra su cuello la afilada hoja de una navaja automática.
-Pareces asustado-susurra Alex, sonriendo.
Gareth evita la mirada de Alex. Zona no puede verla, pero escucha un gemido ahogado de Sherri y como una de sus manos golpea la puerta de la furgoneta en un inútil gesto de impotencia.
-¿No me dices nada?-dice Alex, con tono burlón.
Sin dejar de apuntar la navaja a la garganta de Gareth comienza a rodearle, poniéndose entre él y Zona. Ha debido salir por la puerta de servicio mientras Gareth y Sherri cargaban, piensa Zona, se ha escurrido fuera como una sombra, sigilosa como un gato callejero. Sherri surge tras de Gareth, mirando a Alex sin intentar disimular su odio.
-Ni se te ocurra acercarte un paso más-le dice Alex.
-No puedes hacernos nada-musita Sherri-. No puedes matarnos.
Una risa amarga surge de la garganta de Alex.
-Lo sé-dice-. Como vosotros no pudisteis matarme a mí.
Los dedos fríos de Alex se entrelazan con los de Zona, que los agarra con todas sus fuerzas.
-Me gusta tanto esta chica que he decidido quedármela-dice Alex-. Espero que no tengáis ningún problema.
-No eres nadie para darnos ordenes-dice Sherri, esforzándose para no gritar, para no llamar la atención de quien esté tras la puerta de servicio.
-¿Nadie?-dice Alex, con una burla de voz triste-. Así que ahora no soy nadie. Nadie compuso las canciones de Fata Morgana, nadie las cantaba antes que esta preciosidad. Nadie despertó a aquella criatura que encontrasteis para salvar a Gareth.
-Eso fue antes-dice Gareth, atreviéndose al fin a mirar a Alex a los ojos-. Antes de que te volvieras débil, como Fallon.
-¿Débil?-pregunta Alex-Así que yo era la débil.
-Sí-dice Gareth-, débil, sin el valor suficiente como para cumplir tu destino, para ser totalmente libre.
-Débil-musita Alex.
Con un chasquido la hoja vuelve a replegarse dentro de la empuñadura. Alex baja la vista, negándose a creer lo que esta oyendo.
-Yo soy débil-dice, alzando de nuevo la vista-. No tú, obsesionado con la idea de ser una patética imitación de Drácula, el tenebroso Conde del rock, un dios maligno en la tierra, viviendo a la sombra de esa idea, tratándonos como tus siervas cuando en realidad siempre has dependido de nosotras, de nuestro talento, de la magia que nuestra música creaba. Eres como tu maestro, como ese patético Doctor al que hoy casi nadie recuerda. Eres tan esclavo de tus deseos que no dudaste en ponernos en peligro más de una vez. Y tu Sherri, tan solo una sombra de Gareth desde el principio, siempre sirviendo su voluntad, siempre pendiente de su aprobación, centrando en él toda tu existencia. Y yo soy la débil, porque comprendo el precio que pagamos por ser lo que somos, porque no tuve miedo de enfrentarme contigo, Gareth, cuando estuviste a punto de enviarlo todo al infierno. Y por una rabieta decidiste deshacerte de mí.
Alex niega con la cabeza, mientras en sus labios surge una sonrisa cruel.
-Sois tan patéticos que ni siquiera vale la pena vengarme de vosotros-dice.
Entonces la ve, tras Sherri, mirando a la nada con sus opacos ojos azules, avanzando lentamente hacia ellos, su boca manchada toscamente de sangre, las manos crispadas como garras en sus costados.
Voltaire.
Sherri ve el miedo en los ojos de Alex y se gira para encontrarse con la mirada vacía de Voltaire, con los dedos ensangrentados que agarran con fuerza su cuello, que se hunden en su garganta clavándole las uñas con una fuerza cruel e inexplicable, desgarrando su piel y su sangre. Sherri no puede gritar, tan solo mirar con horror como Voltaire comienza a beber la fría sangre que surge de su cuello cercenado.
Gareth le agarra el cuello por detrás, le obliga a separarse de Sherri.
-¡Vete de aquí!-le grita Alex a Zona, sin ser capaz de dejar de mirar a la bestia en que Voltaire se ha convertido.
Zona retrocede unos pasos, pero entonces su cuerpo deja de obedecerla. Lo que ve le horroriza, pero la tiene totalmente fascinada.
La conciencia abandona al fin a Sherri, que cae al suelo cuando los crueles dedos de Voltaire dejan de hurgar en la herida de su cuello. La frenética vampira agarra los cabellos de Gareth y tira de ellos hacia atrás, haciendo que su cabeza golpee la puerta de la furgoneta una y otra vez, hasta que un ángulo de metal penetra en la piel y el hueso de su cráneo y comienza a sangrar. Voltaire se gira y saca un pedazo de cristal de un bolsillo. Con un gemido aterrador lo clava con fuerza en el corazón de Gareth, haciendo que su rostro se convulsione por el dolor el instante antes de que la oscuridad lo reclame.
Voltaire se detiene por un instante, lamiendo la gélida sangre que mancha sus dedos. Alex se acerca ella lentamente, ocultando en su espalda la navaja.
-Voltaire-susurra-. ¿Qué te ocurre?
Los ojos azules de Voltaire la miran como si acabase de descubrirla. Alex no ve nada de Voltaire en ellos, solo ve el ansia que la ha consumido. Un sollozo a su espalda le recuerda a Zona, que aún sigue tras ella.
-Vete de aquí, Zona-susurra, sin dejar de mirar a Voltaire.
Cuando Voltaire se arroja a su cuello, Alex abre la navaja y le hunde la hoja en el corazón. Un ronco grito escapa de la garganta de Voltaire, que retrocede mirando la navaja clavada en su pecho, agitando nerviosamente los dedos como si no supiera que hacer para extraerla. Finalmente la agarra con ambas manos y la extrae lentamente. El arma teñida de sangre hasta el mango tintinea al caer al suelo. Voltaire cae de rodillas a su lado, desangrándose rápidamente por la herida de su pecho, mirando a Alex con ojos lastimeros. Alex se arrodilla junto a ella, la estrecha entre sus brazos y comienza a acariciar sus largos y ensortijados cabellos rubios.
-¿Que te he hecho, mi pequeña?-le susurra, escuchando los débiles gemidos de Voltaire.
Zona todavía sigue allí. Se acerca a la sangrienta escena con los ojos anegados en lágrimas, incapaz de comprender nada de lo que ha visto.
-Márchate Zona-le dice Alex, sin mirarla-. Corre y márchate. Y olvida todo esto.
Conteniendo un sollozo, Zona se gira y huye al fin. Cuando el golpeteo de sus botines contra el asfalto se ha perdido en la distancia es cuando Alex al fin se atreve a llorar sobre el frío cuerpo de Voltaire.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
El lugar ha cobrado vida al llegar la noche. En la oscuridad, sus contornos se desdibujan, lo hacen parecer más grande. Hay cientos de luces que destellan erráticamente, creando aún más oscuridad al deslumbrar a todos los presentes, jóvenes de cuerpos cálidos cubiertos de negro que contemplan el escenario, el único lugar iluminado por una luz directa. En él, un joven de largos cabellos toca un órgano electrónico haciéndolo sonar como un viejo clavicordio, acompañado por otros dos jóvenes de largos gabanes de cuero y guitarras eléctricas que producen riffs dispares que se unen en una melodía inquietante.
La música ha cambiado mucho, se dice a sí misma Alex, mientras contempla el rostro frío y casi malvado de los ejecutantes, la forma en la que miran por encima de las cabezas del público que los contempla entregados, bailando al son que ellos crean. Son dioses por un instante, son el centro de las vidas de los que les rodean, y lo saben. Disfrutan de ese momento con arrogancia, embriagados por su superioridad. No es como cuando ella cantaba, piensa Alex. No hacen partícipes a su audiencia del ritual que están creando. Si, les hacen disfrutar, pero no les llevan al éxtasis dionisiaco que les es demandado por cada mirada de admiración. Alex da un corto sorbo a su vaso de crema irlandesa y aparta su vista del escenario, prefiriendo sumirse en sus pensamientos. Su mirada se cruza accidentalmente con la de un chico de pobladas patillas y aspecto lobuno, que está junto a ella en la barra, en un lugar ligeramente apartado, medio ocultos tras una columna. El joven esboza un tipo de sonrisa que Alex conoce muy bien, pero ve algo en los ojos de la vampira que hiela esa sonrisa y le hace concentrarse en su jarra de cerveza.
Son pensamientos lúgubres los que cruzan la mente de Alex. No es la primera vez que duda de lo que se dispone a hacer. No debería estar aquí, se dice a sí misma. Debería estar ahí fuera, debería seguir buscando a Voltaire, encontrarla y irme con ella lejos de aquí. Renunciar a esta absurda venganza que no lleva a nada. Ellos creen que estoy muerta, y aunque supieran que vivo, no serian capaces de seguirme.
Pero es algo que necesita hacer, una necesidad tan irracional que ni para convencerse a sí misma es capaz de explicarla. Es algo casi animal, la necesidad primordial de eliminar a aquel que puede constituir una amenaza para ti, o para los demás. Y además está Zona, la pequeña y dulce Zona, a la que ha prometido proteger, a la que quizá no dejen escapar fácilmente. La navaja de Voltaire descansa en un bolsillo de sus pantalones, pero no sabe si tendrá el valor para usarla, para degollarles rápidamente, para que todos les den por muertos y acaben en una fosa común. En el rostro de Alex se dibuja una sonrisa que helaría la sangre del mismo Satán. Sí, piensa, eso seria poéticamente justo. Pero aunque no sea capaz de atacarles, de matarles, al menos quiere que sepan que fracasaron, que no pudieron con ella.
El grupo hace atronar sus guitarras en un crescendo endiablado que termina de golpe, y sin decir palabra abandonan el escenario. Comienza a sonar música grabada mientras una decena de proyectores ocultos decoran las paredes del local con escenas de películas de terror. Las luces del escenario se atenúan, pero Alex puede distinguir a Anais y al resto de los Sonámbulos que comienzan a prepararse sobre él. Termina la crema irlandesa de un solo trago, sintiendo como su frío se va tornando calor al llegar a su estómago, como esa calidez falsa la va desentumeciendo poco a poco al deslizarse en su sangre.
El escenario vuelve a iluminarse de repente, y el público recibe a los Sonámbulos con una sincera ovación que hace sonreír a Anais.
-Truco o trato-susurra sensualmente en su micrófono antes de comenzar a tocar.
*****
Voltaire nota como se va volviendo desagradablemente fría, como la sensibilidad comienza a desaparecer de la punta de sus dedos, de la raíz de sus cabellos. Hace solo un día que dejó casi completamente seco a aquel indigente, pero parece que no ha sido suficiente. Debe conseguir más sangre, debe hacerlo para que sus manos dejen de temblar y de sacarla de quicio. Pero ahora no tiene tiempo para eso.
Hace un buen rato que ha prescindido de las gafas oscuras. Todo está demasiado oscuro a su alrededor, y ha descubierto que pese a lo que digan las leyendas no tiene ningún don especial para ver en la oscuridad. Se detiene un momento y mira a su alrededor, intentando orientarse. Hace mucho que no va a la Cueva de los Bohemios, casi no recuerda el camino, y está tan nerviosa que teme pasarse cualquier desvío y llegar tarde a lo que sea que vaya a ocurrir. Está segura que Alex va a estar allí, que va a enfrentarse a ellos. Se lo dice un cosquilleo inaguantable detrás de los ojos, se lo gritan las polillas de alas aceradas que mortifican su frío estómago. Y ella necesita estar allí con ella, a su lado, decirle que sigue siendo su sirvienta, implorarle clemencia por su atrevimiento.
La calle está iluminada por la tenue y amarillenta luz de viejas farolas y los chillones y tristes neones de varios locales de mala nota. Sí, esta calleja le es familiar. Está cerca, muy cerca de allí. No sabe como va a entrar, aunque quizá pueda colarse por la puerta de atrás. Si Anais actúa esta noche, podrá decir que viene con ella, que ha llegado tarde. Usará sus encantos para seducir a quien esté en la puerta, para que le deje entrar por la nunca pronunciada promesa de algo que nunca ocurrirá. Se pregunta que ocurrirá si se cruza con ellos, con Gareth y Sherri, si será capaz de reconocerlos, como reaccionarán ellos al encontrar una vampira a la que no conocen.
Nada puede dañarme, se dice a sí misma, sintiendo como esa verdad difícil de creer calma suavemente sus nervios cada vez que la pronuncia. Mi voluntad es más fuerte que la suya, se dice a sí misma, y lo repite una y otra vez, la antigua técnica mágica de hacer algo real repitiéndolo cientos de veces, tornándolo en una especie de trance hipnótico, mientras cierra las manos en puños crispados para evitar que sigan temblando. Esta cerca, muy cerca. Entonces es cuando el olor de la sangre asalta sus sentidos y se apodera implacablemente de ellos.
Gira una esquina y lo ve frente a ella, de espaldas, cubierto por un gabán negro, asomado al interior de un callejón, apoyado en la pared como si las piernas no le sostuvieran. Es de él de quien proviene ese olor, esa deliciosa e irresistible promesa de calor, de pura vida para calmar su ansia. Sí, quizá deba hacerlo, quizá sea lo mejor. Así se enfrentará a ellos con la mente despejada, con el alma centrada y afilada como una hoja de afeitar. El extraño sangrante ha elegido una esquina oscura, alejada de los patéticos círculos de luz que proyectan las farolas sobre el asfalto. Sí, será lo mejor. Mientras se acerca sigilosamente a él, sacando el pedazo de cristal del bolsillo trasero de sus viejos pantalones negros, se pregunta si acaso será algún criminal, alguien peligroso, alguien por el que no sienta ningún tipo de remordimiento cuando cercene su cuello, cuando devore su vida, cuando robe su delicioso calor. Todos los movimientos de Voltaire se tornan antinaturalmente lentos y fluidos, como los de una gato cuando se dispone a cazar, toda su atención puesta en que sus botas no hagan el más mínimo sonido sobre el asfalto, en que sus articulaciones no crujan delatándola, en que ningún suspiro escape de su garganta. El olor se hace más y más fuerte conforme se acerca a él, urgiéndole a saltar sobre él, a dejar de lado cualquier precaución y tomar su vida inmediatamente, a saciar su hambre de sangre, de esa vida que siente que se le escapa por momentos. Es un olor desagradable, pero que la excita como la promesa de unos labios hermosos, de una piel suave.
Voltaire alarga lentamente el brazo hasta casi rozar los cabellos grises del extraño con la punta de los dedos. Alza lentamente el trozo de cristal hasta ponerlo a la altura de los ojos y espera allí detenida un larguísimo instante, escuchando los débiles jadeos de su víctima, viendo como las gotas de sudor que resbalan por su cuello brillan tenuemente en la oscuridad. Entonces es cuando el extraño gira de repente la cabeza y la descubre.
Los ojos grises del extraño que contemplan, el rostro convertido en una máscara de sorpresa, y lo que Voltaire lee en ellos la aterroriza. Hay reconocimiento en esos ojos. Son unos ojos que esperaban verla, ver alguien como ella, unos ojos que saben el significado de la mirada opaca de la furtiva asaltante que acaba de sorprender. Un instante demasiado tarde hunde el pedazo de cristal en su cuello, arrancando un gemido de su garganta. Algo estalla entre ellos, y Voltaire siente como un intenso calor la inunda por un instante, sobrecargando sus sentidos, haciendo que sus rodillas flaqueen. Cae al suelo, mientras el extraño la contempla, la sorpresa todavía reflejada en su rostro, la sangre manando de su cuello, el aterrador revolver que acaba de disparar a bocajarro humeando frente a él. Entonces las fuerzas le abandonan y cae junto a Voltaire, que no se atreve a palparse el vientre por miedo a lo que pueda encontrar allí.
-Al menos he acabado contigo-consigue pronunciar el extraño, sin dejar de mirar a los ojos de Voltaire.
La vampira solo niega con la cabeza, más para ella misma que para ese peligroso extraño cuya sangre se derrama miserablemente frente a ella.
-Esto es por Serlina, maldito monstruo-dice el extraño, haciendo destellar una chispa de comprensión dentro de la convulsionada mente de Voltaire.
El extraño alza de nuevo su arma y la apunta la cabeza de Voltaire. La vampira la aparta de un manotazo y se abalanza sobre él, pegando sus labios al corte de su cuello, intentando desesperadamente sustituir con esa sangre el torrente que resbala entre sus piernas. Cuando su boca se inunda de sangre siente una deliciosa calma inundándola por un instante, pero pronto el ansia vuelve a dominarla. No es suficiente. Necesita más, mucho más.
Algo en la mente de Voltaire empuja a su consciencia, luchando por ocupar su lugar. Es deseo puro, instinto puro, el abandono de toda racionalidad, la devoción definitiva al macabro y cálido dios de la sangre. Mientras la vida escapa del cuerpo del extraño, Voltaire sabe que en ese deseo está su única esperanza, y placidamente se deja llevar por él.
*****
La ultima canción de los Sonámbulos está desgranando sus últimos compases. La audiencia la escucha en un silencio casi religioso, atesorando cada instante con todo su ser, danzando lentamente al lánguido son de la oscura melodía que Anais toca con su guitarra. Finalmente la música muere plácidamente, y el silencio se convierte de golpe en una ovación. El público suplica más, pero Anais se encoge de hombros, y señala un imaginario reloj en su muñeca. El siguiente grupo debe salir, forman sus labios. A modo de despedida tiende una mano hacia el público, como si pudiera palpar su calor con la punta de los dedos, o la electricidad pura de la excitación que han provocado con su música.
Las luces del escenario se atenúan hasta oscurecerlo, y el grupo desaparecer para ser sustituido por una proyección de una antigua película de terror. El lugar que ocupaba Anais está ahora totalmente cubierto por el rostro de Christopher Lee encarnando al Conde Drácula. Alex sonríe, medio oculta tras la columna. Es curiosamente apropiado, piensa, un anuncio de la naturaleza oculta de la siguiente actuación. Reconoce la película, recuerda haberla visto cuando se estrenó, hacía mucho, cuando aún era una simple mortal. Peter Cushing aparece en escena representando al Profesor Van Helsing, el guardián del orden y la moralidad victoriana. Esgrime dos viejos candelabros formando con ellos una cruz, manteniendo a raya al diabólico Conde. La ironía de la escena no se le escapa a Alex. La cruz cristiana, el símbolo que más matanzas, atrocidades y crímenes ha provocado, enfrentado a algo que es llamado malvado por ser distinto, por entender una moral y unos valores ajenos a los de la mayoría.
Sobre la imagen del Conde Drácula convirtiéndose en cenizas bajo la luz del sol aparece la menuda y delicada silueta de Zona, que agarra el micrófono tímidamente. Alex puede sentir su nerviosismo aun en la oscuridad, ve como gira su cabeza una y otra vez hacia alguien que aún permanece en las tinieblas, junto a ella. Un rayo de luz se refleja por un instante en sus inquietos ojos. Todavía no le han dado a probar la sangre maldita.
Alex ha seguido sosteniendo el vaso vacío en su mano, jugueteando con los pedazos de hielo toscamente cortados que contiene. Lo deja sobre la barra y se oculta más aún tras la gruesa columna. No quiere que la vean, todavía no.
Un rasgueo de guitarra inconfundible paraliza el gélido aliento de Alex. Las luces del escenario se iluminan y dejan ver a la nueva formación de Fata Morgana, mientras la guitarra y el bajo comienzan a traza una obertura al ritmo de una batería pregrabada. Alex casi no se atreve a mirar a Gareth o a Sherri, ambos en lados opuestos del escenario, donde la luz no pueda delatar su extrema palidez. Los ojos de Zona contemplan al público ansiosos, mientras agarra el micrófono con dedos tensos. Pronto comienza la melodía y la voz de la pequeña Zona comienza a sonar, suave como el terciopelo. La primera estrofa cautiva a todos los que la oyen, los acaricia suavemente pero con una sensualidad sorprendente. Zona lo nota, lo ve en los ojos que la contemplan, en los labios que se separan para exhalar suspiros de admiración. Entonces toda la tensión se rompe, y continua cantando con más sensualidad aún, haciendo que su voz ejecute cabriolas sorprendentes sobre el fondo de la melodía. Alex sonríe al verla. Están cantando una de sus viejas canciones, con un nuevo arreglo para adecuarla a los gustos modernos, pero esa chica descubre en la oscura y romántica letra matices que ni ella misma habría podido imaginar. Gareth sale de las sombras durante el punteado de guitarra, mirando a los presentes con sus fríos y muertos ojos azules, obligando a su instrumento a producir sonidos casi imposibles, cadenas rotas de acordes endiablados que cortan la respiración del público. Alex se da cuenta de que se había olvidado de lo hermoso que era, del poder irresistible de seducción que tienen todos sus gestos, la forma deliciosamente decadente con la que ladea la cabeza al tocar, como se reclina sobre el mástil de la guitarra con una indolencia decididamente sensual. En un momento delicioso Sherri cruza el escenario en tres rápidos pasos de baile, acoplando sus movimientos a los de Gareth mientras la música que producen se une para formar algo hermoso y salvaje.
En ese momento tienen a todos los presentes a su merced. Son solo marionetas, ellos tiran de los hilos. Son dioses, jóvenes y malignos dioses cuyos fieles harán lo que fuese por complacerlos.
Zona canta lentamente la última estrofa, deformando más y más su voz hasta convertirlo en el espeluznante alarido de una bruja en la nota final. Hay un instante de silencio cuando la música se detiene, y después llega el delirio en forma de gritos y silbidos. La pequeña Zona sonríe, mirando a su alrededor como un gatito asustado, conmocionada por la magia que acaba de conjurar.
Gareth le hace un gesto y ella asiente con la cabeza. Comienza a sonar un frenético solo de batería pregrabado. Los instrumentos comienzan a tronar de repente, y el rostro dulce de Zona se transforma en un instante en el de una amenazadora y bella bestia salvaje. Comienza a cantar una letra que Alex no conoce, compuesta de alienación pura y soledad frustrada. Alex sale de tras la columna que la oculta y comienza a avanzar lentamente hacia el escenario, empujando sin contemplaciones a todos los que se lo impiden, clavando sus codos en el costado de los más testarudos. La terrorífica canción está en todo su apogeo cuando Alex llega frente a ellos. Es Zona la primera que la ve, y su furia es traicionada un instante por su sonrisa y el guiñar juguetón de un ojo. Gareth la ha visto, y curioso busca a quien iba dirigido ese saludo. Cuando lo descubre, una nota falsa escapa de su guitarra. Sus ojos azules se cruzan con los de Alex, y ella le sonríe, una sonrisa cruel y aterradora. Sin dejar de tocar, avisa a Sherri con un gesto. La bajista detiene su danza al ver la sorpresa en el rostro de Gareth. Cuando sigue su gesto y ve a Alex sus ojos opacos no pueden ocultar su terror.
La melodía termina abruptamente, y la ovación oculta las palabras que se pronuncian sobre el escenario. Gareth agarra el brazo de Zona con dedos gélidos, le pregunta bruscamente de que conoce a esa chica del público. Solo algunos de los presentes ven el miedo que asoma por un instante al rostro de la dulce cantante, como musita su respuesta con labios temblorosos.
Gareth vuelve a mirar al público, buscando a Alex con ojos ansiosos. Pero no la ve por ninguna parte.
*****
Han terminado demasiado pronto, y han abandonado el escenario ignorando las peticiones del público, dejándoles una leve sensación de traición. Algo ha ido mal, y el público lo sabe, lo ha notado en la forma en que tocaban, en la voz de Zona, que se ha quebrado más de una vez por el nerviosismo. Les han ovacionado cuando se han despedido por sorpresa, sin ni siquiera hacer una reverencia, solo un gesto de Gareth para que bajaran las luces del escenario.
La furgoneta esta aparcada en el callejón trasero, cerca de la puerta de servicio. Gareth y Sherri cargan los instrumentos y los amplificadores, mientras Zona espera sin mirarles, la espalda apoyada en la parte trasera, sujetando sus manos la una contra la otra para que no tiemblen. Ha visto algo en los ojos de Gareth que la ha aterrorizado. Ha sido cuando la ha agarrado, cuando su voz normalmente suave ha restallado como un latigazo sobre ella. Creía que Alex había exagerado al hablar de ellos, pero ahora sabe que era cierto. Por un momento mira al otro lado del callejón, a la calle oscura en la que desemboca, y se pregunta si podría llegar allí antes de que la atraparan. Sabe que no es posible. Quizá si volviera al interior..... Pero no, tienen que abrir la puerta desde dentro, y en ese tiempo podría ocurrir cualquier cosa. No tiene ni idea de lo que pueden hacerle, ni quiere pensar en ello.
Gareth cierra de golpe la puerta lateral de la furgoneta y se acerca a Zona. Alarga una mano para tocarle el brazo, pero de algún lugar surge un chasquido que hace que se detenga. Zona alza la vista al escucharlo y ve a Alex junto a él, sosteniendo contra su cuello la afilada hoja de una navaja automática.
-Pareces asustado-susurra Alex, sonriendo.
Gareth evita la mirada de Alex. Zona no puede verla, pero escucha un gemido ahogado de Sherri y como una de sus manos golpea la puerta de la furgoneta en un inútil gesto de impotencia.
-¿No me dices nada?-dice Alex, con tono burlón.
Sin dejar de apuntar la navaja a la garganta de Gareth comienza a rodearle, poniéndose entre él y Zona. Ha debido salir por la puerta de servicio mientras Gareth y Sherri cargaban, piensa Zona, se ha escurrido fuera como una sombra, sigilosa como un gato callejero. Sherri surge tras de Gareth, mirando a Alex sin intentar disimular su odio.
-Ni se te ocurra acercarte un paso más-le dice Alex.
-No puedes hacernos nada-musita Sherri-. No puedes matarnos.
Una risa amarga surge de la garganta de Alex.
-Lo sé-dice-. Como vosotros no pudisteis matarme a mí.
Los dedos fríos de Alex se entrelazan con los de Zona, que los agarra con todas sus fuerzas.
-Me gusta tanto esta chica que he decidido quedármela-dice Alex-. Espero que no tengáis ningún problema.
-No eres nadie para darnos ordenes-dice Sherri, esforzándose para no gritar, para no llamar la atención de quien esté tras la puerta de servicio.
-¿Nadie?-dice Alex, con una burla de voz triste-. Así que ahora no soy nadie. Nadie compuso las canciones de Fata Morgana, nadie las cantaba antes que esta preciosidad. Nadie despertó a aquella criatura que encontrasteis para salvar a Gareth.
-Eso fue antes-dice Gareth, atreviéndose al fin a mirar a Alex a los ojos-. Antes de que te volvieras débil, como Fallon.
-¿Débil?-pregunta Alex-Así que yo era la débil.
-Sí-dice Gareth-, débil, sin el valor suficiente como para cumplir tu destino, para ser totalmente libre.
-Débil-musita Alex.
Con un chasquido la hoja vuelve a replegarse dentro de la empuñadura. Alex baja la vista, negándose a creer lo que esta oyendo.
-Yo soy débil-dice, alzando de nuevo la vista-. No tú, obsesionado con la idea de ser una patética imitación de Drácula, el tenebroso Conde del rock, un dios maligno en la tierra, viviendo a la sombra de esa idea, tratándonos como tus siervas cuando en realidad siempre has dependido de nosotras, de nuestro talento, de la magia que nuestra música creaba. Eres como tu maestro, como ese patético Doctor al que hoy casi nadie recuerda. Eres tan esclavo de tus deseos que no dudaste en ponernos en peligro más de una vez. Y tu Sherri, tan solo una sombra de Gareth desde el principio, siempre sirviendo su voluntad, siempre pendiente de su aprobación, centrando en él toda tu existencia. Y yo soy la débil, porque comprendo el precio que pagamos por ser lo que somos, porque no tuve miedo de enfrentarme contigo, Gareth, cuando estuviste a punto de enviarlo todo al infierno. Y por una rabieta decidiste deshacerte de mí.
Alex niega con la cabeza, mientras en sus labios surge una sonrisa cruel.
-Sois tan patéticos que ni siquiera vale la pena vengarme de vosotros-dice.
Entonces la ve, tras Sherri, mirando a la nada con sus opacos ojos azules, avanzando lentamente hacia ellos, su boca manchada toscamente de sangre, las manos crispadas como garras en sus costados.
Voltaire.
Sherri ve el miedo en los ojos de Alex y se gira para encontrarse con la mirada vacía de Voltaire, con los dedos ensangrentados que agarran con fuerza su cuello, que se hunden en su garganta clavándole las uñas con una fuerza cruel e inexplicable, desgarrando su piel y su sangre. Sherri no puede gritar, tan solo mirar con horror como Voltaire comienza a beber la fría sangre que surge de su cuello cercenado.
Gareth le agarra el cuello por detrás, le obliga a separarse de Sherri.
-¡Vete de aquí!-le grita Alex a Zona, sin ser capaz de dejar de mirar a la bestia en que Voltaire se ha convertido.
Zona retrocede unos pasos, pero entonces su cuerpo deja de obedecerla. Lo que ve le horroriza, pero la tiene totalmente fascinada.
La conciencia abandona al fin a Sherri, que cae al suelo cuando los crueles dedos de Voltaire dejan de hurgar en la herida de su cuello. La frenética vampira agarra los cabellos de Gareth y tira de ellos hacia atrás, haciendo que su cabeza golpee la puerta de la furgoneta una y otra vez, hasta que un ángulo de metal penetra en la piel y el hueso de su cráneo y comienza a sangrar. Voltaire se gira y saca un pedazo de cristal de un bolsillo. Con un gemido aterrador lo clava con fuerza en el corazón de Gareth, haciendo que su rostro se convulsione por el dolor el instante antes de que la oscuridad lo reclame.
Voltaire se detiene por un instante, lamiendo la gélida sangre que mancha sus dedos. Alex se acerca ella lentamente, ocultando en su espalda la navaja.
-Voltaire-susurra-. ¿Qué te ocurre?
Los ojos azules de Voltaire la miran como si acabase de descubrirla. Alex no ve nada de Voltaire en ellos, solo ve el ansia que la ha consumido. Un sollozo a su espalda le recuerda a Zona, que aún sigue tras ella.
-Vete de aquí, Zona-susurra, sin dejar de mirar a Voltaire.
Cuando Voltaire se arroja a su cuello, Alex abre la navaja y le hunde la hoja en el corazón. Un ronco grito escapa de la garganta de Voltaire, que retrocede mirando la navaja clavada en su pecho, agitando nerviosamente los dedos como si no supiera que hacer para extraerla. Finalmente la agarra con ambas manos y la extrae lentamente. El arma teñida de sangre hasta el mango tintinea al caer al suelo. Voltaire cae de rodillas a su lado, desangrándose rápidamente por la herida de su pecho, mirando a Alex con ojos lastimeros. Alex se arrodilla junto a ella, la estrecha entre sus brazos y comienza a acariciar sus largos y ensortijados cabellos rubios.
-¿Que te he hecho, mi pequeña?-le susurra, escuchando los débiles gemidos de Voltaire.
Zona todavía sigue allí. Se acerca a la sangrienta escena con los ojos anegados en lágrimas, incapaz de comprender nada de lo que ha visto.
-Márchate Zona-le dice Alex, sin mirarla-. Corre y márchate. Y olvida todo esto.
Conteniendo un sollozo, Zona se gira y huye al fin. Cuando el golpeteo de sus botines contra el asfalto se ha perdido en la distancia es cuando Alex al fin se atreve a llorar sobre el frío cuerpo de Voltaire.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
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