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El Autor

Juan Díaz Olmedo
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Diabolus In Musica

Sexo, Sangre y Rock & Roll

Capitulo 4

jueves, 21 de agosto de 2008

El Señor Lars se sabe incongruente haciendo cola junto a chicos que tienen la edad suficiente como para ser hijos suyos, incluso alguno para ser su nieto. Como casi siempre siente las miradas de desconfianza clavadas en él, puede escuchar retazos de conversaciones susurradas que se refieren a él, a su extraña y atemorizadora presencia, a conjeturas sobre su identidad, sobre sus intenciones. Ha escuchado a un chico que pensaba que era una especie de pervertido, a otros que creían que era un periodista de esos que se dicen conocedores de la escena nocturna, de los que se limitan a visitar un par de locales y después escriben un artículo lleno de estereotipos y falsedades en algún periódico de gran tirada.

La cola avanza lentamente. El Señor Lars ha pensado a veces en saltarse estas colas, en preguntar directamente al vigilante de la puerta por quien esté al cargo de contratar las actuaciones. Pero ha notado que su aspecto y su edad crean sospechas en los vigilantes, le hacen aparentar ser un policía o algo peor, alguien que puede traer problemas. Mejor seguir la disciplina de la entrada para no levantar más resquemores. Ya ha visitado cuatro locales, y en ninguno de ellos ha encontrado nada.

El Señor Lars es un hombre disciplinado, pero la cola lleva ya totalmente detenida un buen rato. El aforo del local debe estar completo, y los vigilantes no dejarán entrar a nadie a menos que alguien salga. No entiende por qué estos chicos no se marchan sencillamente en busca de otro local. Esa predilección de un lugar por otro es algo que escapa a su comprensión, como muchas otras cosas de este mundo nocturno en cuyos límites se ve obligado a moverse. Decidido a no perder más tiempo, saca de su bolsillo el folio pulcramente doblado con el símbolo, lentamente dibujado con un bolígrafo sobre la mesa de la cocina. Hay dos chicas frente a él en la cola, charlando de temas demasiado esotéricos para la comprensión del Señor Lars y dirigiéndole cada cierto tiempo miradas de extrañeza. El Señor Lars se aclara la garganta y las mira directamente, consiguiendo captar su atención.

-Disculpad-les dice-. ¿Habéis visto esto antes?

Las chicas le miran sorprendidas por un momento antes de bajar la vista y descubrir el dibujo de temblorosos trazos negros. Una de ellas toma el papel de sus manos demasiado rápido para que el Señor Lars pueda evitarlo y se lo acerca a los ojos, tanto que el Señor Lars se pregunta si acaso no necesitará gafas pero se abstiene de llevarlas por una absurda coquetería. La chica es un poco gruesa, y su rostro vulgar está completamente cubierto de maquillaje blanco, con los ojos remarcados en negro y los labios en rojo. Su cabello rubio ceniza cae sobre su frente en un largo flequillo.

-¿Que se supone que es esto?-le pregunta al fin.

La otra chica es más delgada, de largos cabellos negros, demasiado extraña para ser hermosa, al menos para el criterio clásico del Señor Lars. Se limita a mirar alternativamente al símbolo y al Señor Lars.

-Es el símbolo de un grupo-dice al fin el Señor Lars-. Se llaman Fata Morgana. Me preguntaba si lo conocíais, si sabéis donde tocan.

-¿Que clase de música hacen?-pregunta la chica rolliza.

El Señor Lars no sabe que contestar. La terminología de la música moderna es un misterioso mar de conocimientos arcanos para él. Desesperadamente trata de recordar retazos de conversaciones telefónicas de su hija con sus amigos, haciendo planes para conciertos o fiestas.

-Siniestra-dice al fin-. Muy siniestra-añade, pensando nada más decirlo que está cometiendo un error.

-¿Y te gusta este tipo de música?-le dice la chica rubia, sin disimular un ápice su sorpresa, su perplejidad ante el hecho de poder compartir sus gustos con alguien tan mayor.

-No lo creo-dice de repente la otra chica, con voz sorprendentemente grave-. Creo que aquí el señor es de alguna discográfica.

Si, piensa el Señor Lars. Es una excusa excelente. No se le había ocurrido.

-Eres muy lista-dice el Señor Lars, permitiéndose una sonrisa.

-He oído hablar de ellos-dice la chica-. No he visto este símbolo, pero he oído su nombre. Creo que me lo ha dicho algún amigo. Pero no puedo ayudarle, no sé dónde tocan, ni nada de ellos. Pero me han comentado que son muy buenos.

-Eso me han dicho-dice Lars-. Gracias de todas formas.

Un grupo algo ruidoso de jóvenes surge del interior, presagiando la nueva ola de entradas controladas. Poco a poco la cola se va acortando, hasta que el Señor Lars se encuentra ante los ojos duros y sorprendidos de uno de los vigilantes de la entrada. En vez de repetir mecánicamente el precio de la entrada, el vigilante le contempla un momento, como si no supiera como reaccionar.

-¿Que desea?-dice al fin, con tono que intenta ser neutro pero que no puede ocultar su hostilidad.

-Deseo hablar con el encargado de las contrataciones de actuaciones.

-Hay un horario para eso-dice el vigilante.

-Me lo imagino-dice el Señor Lars-. No deseo ofrecer los servicios de ningún artista. Digamos que necesito su ayuda para localizar a uno.

-Ya le he dicho que hay un horario para eso-insiste el vigilante.

-Vamos-insiste el Señor Lars-. Mire, esto será lo que haremos. Yo le pago la entrada y espero en el interior hasta que el encargado esté libre.

El vigilante le vuelve a mirar, esta vez de arriba a abajo, como si estuviese evaluando sus posibilidades de reducirle sin problemas. Pero afortunadamente parece pensar que es mejor ceder un poco para no montar una escena desagradable frente al resto del público. Toma el walkie-talkie que cuelga de la parte trasera de su cinturón y se lo lleva a los labios, mientras aprieta con dedos de obrero especializado el botón rojo de la transmisión.

-Will-dice a través del walkie-, aquí a un tipo que quiere hablar contigo. Algo de localizar una banda.

El vigilante suelta el botón de la transmisión provocando un fuerte estallido de estática. Al poco tiempo suena en el receptor una voz tan distorsionada que apenas tiene rastro de humanidad.

-Que pase-dice la voz, antes de desvanecerse en un nuevo estallido de estática.

*****

Poco después el Señor Lars sale del local por una disimulada puerta de servicio que da a un callejón. El tal Will ha resultado ser un tipo bastante amable, incluso agradecido de que alguien le sacara de la monotonía de sus noches, ocupadas la mayor parte del tiempo únicamente en estar presente por si algo sale mal. Sí, conocía al grupo, pero no sabia como contactar con ellos. Normalmente eran ellos los que se ponían en contacto con él, al menos las dos veces que habían actuado en el local. Y sí, aquellos tipos eran raros, le habían dado malas vibraciones, había dicho Will. Parecía que estaban demasiado metidos dentro de ese rollo siniestro, que se lo creían demasiado. Eran tan serios que le habían dado escalofríos la primera vez que había tratado con ellos. Pero después habían actuado, y habían resultado ser la mejor banda de la temporada. Sí, sabia que había jóvenes que los idolatraban, incluso se decía que había un pequeño culto de groupies que les seguían.

El Señor Lars sabe que esta al fin sobre la pista que le llevaría a su objetivo. Desgraciadamente el tal Will no le había podido dar ninguna información sobre sus próximas actuaciones.

-Se rumorea que han tenido problemas internos-había dicho Will, que se había tragado totalmente el cuento de que el Señor Lars era un cazatalentos de una discográfica-. Creo que uno de los cantantes lo ha dejado o algo así. Ya sabe, la cantinela de siempre. El éxito llega pero no tan rápido como muchos quieren, y se terminan cansando de tocar en locales de mala muerte. Habrá conocido muchos grandes grupos cuya historia ha terminado antes que empezar, ¿no amigo?

Un escalofrío recorrió la espalda del Señor Lars al escuchar estas palabras. Si no había más actuaciones, no sabía de qué forma podría encontrarles. Tendría que limitarse a patear las calles cada noche, como ahora, esperando encontrarse con alguna de esas bestias cara a cara, estudiando su ambiente, sus costumbres, leyendo entre líneas tras las noticias. No tenía nada sólido a lo que aferrarse, como esa insistente vocecita interior llamada duda le susurraba en las noches más oscuras y solitarias. Ahora al menos sabia que estaba en buen camino, sabia que había acertado al venir a esta ciudad, había sabido leer la información oculta entre las noticias de sucesos. El Señor Lars camina rápidamente para salir del callejón, y se detiene bajo el haz de luz de la primera farola que encuentra. Saca el plano que guarda en el bolsillo de su gabardina y lo despliega con cuidado, apoyándolo en una pared gris. Sin dejar de sostenerlo busca dentro del mismo bolsillo la lista que Will le ha ayudado a confeccionar, la de los locales donde suelen actuar los Fata Morgana. Apoya la lista escrita en una servilleta de papel con su frenética escritura apretada junto al mapa y uno a uno comienza a buscar los lugares de esa lista. Invariablemente los encuentra, siempre rodeados de una nube de puntos rojos, de notas de desapariciones y de muertes. Sí, esas bestias pueden pasar desapercibidas para los demás, pero no para él. Dejan su rastro, y él sabe leerlo. Le llevará hasta ellos y entonces les destruirá. O morirá intentándolo.

*****

A Voltaire le ponen nerviosa las manos de Alex. Unas manos de largos dedos que no paran de moverse, que no hacen más que entrelazarse y separarse en un contenido histerismo que atrapa su atención casi obsesivamente.

-No ocurre nada-le ha dicho Alex cuando se ha dado cuenta-. Es solo que no ha sido suficiente con ese tipo que me has traído.

Ahora suben las dos juntas las escaleras que conducen al piso de Voltaire. Alex le ha dicho que la lleve con ella, porque no puede quedarse allí. No, Alex no vivía en el cementerio, ni acostumbra a dormir en un ataúd.

-Pronto te contaré que estaba haciendo allí, cuando me encontraste-Le había prometido en un susurro antes de mordisquearle juguetonamente el lóbulo de la oreja. A Voltaire le aterrorizó lo mucho que le gustaba sentir los fríos dientes apretando cruelmente su carne por un instante.

Han conseguido llegar a casa antes de que salga el sol, y no han llamado mucho la atención de aquellos con los que se han cruzado. Alex le ha dicho que no hay nada de lo que preocuparse, pero Voltaire sabe un buen motivo por el que hacerlo. Espera que nadie la haya visto ir al cementerio con Dani, que nadie la haya visto salir de allí después, que nadie pueda relacionarla con él si algún día encuentran el cadáver donde lo han dejado, metido en el ataúd que había ocupado Alex, que han tenido que alzar entre las dos para volver a ponerlo en su nicho. No, al parecer los vampiros no tienen la fuerza de veinte hombres.

Voltaire está tan nerviosa que no consigue introducir la llave en la cerradura hasta el duodécimo intento. Al fin abre la puerta y entra en su hogar.

Da tres pasos hasta darse cuenta de que no escucha el sonido de los pies descalzos de Alex contra el suelo, siguiéndola. Se da la vuelta y se la encuentra en el umbral, mirándola con una sonrisa enigmática en los labios.

-¿No tienes que hacer algo?-le dice con un tono burlón en su grave y cautivadora voz.

Voltaire duda por un momento, hasta que recuerda a que se refiere Alex. La mira extrañada, confundida de que en medio de tanta desmitificación aparezca algo que incluso aquellos que aman las leyendas han descartado hace mucho.

-Te invito a entrar-dice al fin.

Alex da un paso lentamente, atravesando el umbral como si pudiera sentir una barrera invisible que se hace ligeramente intangible para permitirle la entrada. Cuando ha posado sus dos pies dentro de la vivienda, estalla en una risa.

-Eso es solo una leyenda, pequeña-dice al fin.

Voltaire no sabe que pensar de su cruel y fascinante nueva ama. Siente por ella una repulsión que solo se ve superada por la fascinación que también le provoca. Decididamente no es lo que había imaginado, no es ese ser con el que siempre ha soñado encontrarse, pero Alex tiene una facultad de desconcertarla y de horrorizarla que la tiene atrapada.

Alex se pasea por el piso mirando curiosa a su alrededor. Todas las pequeñas muestras de artesanía compradas en mercadillos de segunda mano que decoran los pasillos y el pequeño salón capturan su atención por algún instante.

-Así que vives aquí con una amiga, ¿no?-dice al fin, al llegar a la entrada del dormitorio de Voltaire.

-Si-contesta Voltaire-. Ella no está.

-¿Dónde está?-pregunta Alex.

Hay algo implícito en su pregunta, en la forma en que los labios de Alex han sonreído justo el instante antes de pronunciarla, en como sus ojos han brillado de forma febril por un instante pese a su cadavérica opacidad, que le provoca un profundo y gélido temor a Voltaire.

-Está de gira con su grupo-dice al fin.

-¿Es cantante?-pregunta Alex.

-Si-dice Voltaire.

Alex mira al infinito sobre ella por un momento. Una sonrisa con un ápice de amargura se dibuja en sus sensuales labios.

-Yo también era cantante, ¿sabes?-dice al fin, volviendo a clavar en los ojos de Voltaire su inquietante mirada de cadáver.

-Tienes una voz muy bonita-dice Voltaire, de una forma tan tímida que casi suena ridícula.

-Gracias-contesta Alex, apoyándose en el marco de la puerta-. Y pensar que hubo una época en la que odiaba mi voz. Me parecía demasiado grave como para ser de una chica.

Voltaire sonríe pese a su temor. Alex mira inquieta el interior de la habitación de Voltaire, y descubre algo que llama su atención. Entra rápidamente y se acerca a un grupo de fotografías clavadas con chinchetas en una de las paredes.

-¿Es esta tu amiga?-le pregunta, señalando la chica que aparece abrazada a Voltaire en una de las fotografías.

-Si, es esa-responde Voltaire, preguntándose si no estará cometiendo un error-. Se llama Anais.

Alex mira la fotografía por un momento, con una mirada que Voltaire no puede descifrar. Después se gira de nuevo para mirar a Voltaire.

-¿Estáis liadas?-pregunta.

Voltaire necesita un momento para comprender la pregunta.

-¿Anais y yo?-pregunta a su vez.

Alex responde con la cabeza.

-No-responde Voltaire-. Ella sale con el guitarrista de su grupo. O al menos eso creo.

Alex sonríe con expresión traviesa.

-Me alegra escuchar eso-dice.

-Alex-dice Voltaire, intentando que su voz suene firme-, Anais es mi amiga. No le hagas daño.

El rostro de Alex se vuelve serio en un instante. Mira a Voltaire con perplejidad.

-Claro que no-dice al fin-. ¿Me crees capaz de hacerte eso? Me has sacado de ese agujero, al menos te debo eso.

Voltaire se tranquiliza un poco.

-Lo siento-dice.

-No pasa nada-dice Alex sonriendo de nuevo-. Me hago una idea de lo raro que debe ser todo esto para ti.

-Me cuesta creer que esté ocurriendo-confiesa Voltaire-. Me cuesta creer que no estoy soñando, que esto no es una fantasía. Creo que si fuese realmente consciente de todo esto como real no hubiera hecho lo que he hecho.

-Te entiendo-dice Alex-. Hubo un día en el que también me ocurrió a mí, como te habrás imaginado.

Voltaire se sienta en su cama. Alex la mira un momento en silencio y se sienta a su lado.

-¿Me lo contaras?-pregunta Voltaire-. Quiero saber tu historia.

-Habrá tiempo para eso-dice Alex.

*****

El timbre del teléfono despierta a Voltaire. Los rayos de luz del sol hieren sus ojos cuando los abre esperando la habitual oscuridad. Ve como la luz se derrama sobre ella atravesando las tenues cortinas y recuerda entonces que no ha dormido en su habitación. El sofá se queja chirriante bajo ella cuando se mueve para acercarse a la mesita del teléfono. La tenue sábana que cubre su cuerpo resbala revelando a la luz solar su pálida piel desnuda. Agarra el auricular y tira de él casi al máximo de la extensión del cable al volver a la posición inicial.

-Aquí Voltaire-dice con voz ronca.

-¿Estas bien?-pregunta la voz de Anton desde el otro lado-. ¿Te ha ocurrido algo?

Es curioso como las cosas mundanas como los empleos y la necesidad de tener un sueldo se desvanecen de la mente cuando entra en tu vida algún elemento sobrenatural.

-Sí, no ocurre nada-dice Voltaire.

De repente es consciente de la incongruencia de lo que acaba de decir con su comportamiento. A regañadientes se da cuenta de que debe volver a mentir.

-Ayer me encontré algo enferma, y no he pasado muy buena noche-dice tras pensar un momento una buena excusa-. Creo que esta mañana he apagado el despertador y he vuelto a caer dormida.

-No trates de engañarme-le dice Anton, provocando que la piel de su frente se perle levemente de sudor frío-. No tienes voz de sentirte muy bien.

Voltaire nunca le da mucha importancia a sus enfermedades, las pocas que ha tenido. Sabe que no seria muy convincente si empezara a quejarse de lo mal que está.

-No pasa nada, Anton. Estoy un poco mal últimamente, pero creo que se me pasará.

-¿Quieres que vaya alguien a verte?-le pregunta Anton.

Seguro que tras esto amenazaba con enviarle a su mujer, para la que Voltaire es una suerte de hija adoptiva.

-No, no pasa nada-le dice-. No te preocupes, no estoy sola.

-¿Ha vuelto Anais?-pregunta Anton, la extrañeza asomando en su voz.

-No-contesta escuetamente Voltaire.

Casi puede ver la sonrisa lobuna de Anton al otro lado de la línea.

-Creo que ya sé porque no has dormido esta noche-le dice al fin, con tono juguetón.

-No es eso, tonto-contesta Voltaire-. Es cierto que he estado mal.

-Mira, haremos una cosa-le dice Anton-. Cogete unos días libres. Los que quieras, pero no te pases. Vuelve cuando te encuentres bien y tengas tiempo.

Es mejor de lo que Voltaire se hubiese atrevido a pedir.

-Gracias-dice.

-No hay porque darlas-le dice Anton-. Disfruta de la vida, pequeña, que todavía eres joven. Ya te llamaré.

-Adiós, Anton-susurra Voltaire antes de colgar.

La sabana ha resbalado totalmente y ahora yace en un confuso montón a los pies del sofá. Voltaire se alegra de que al menos el salón tenga cortinas, para que los vecinos de mentes estrechas no se sientan escandalizados ante su impúdica exhibición. Se levanta y camina lentamente fuera del salón, hacia el pasillo que la llevará al cuarto de baño. Se da cuenta de que no tiene ni idea de que hora es. No hay muchos relojes en esta vivienda de bohemios.

La puerta de su habitación está cerrada. Es ella quién duerme sobre la cama de Voltaire, si es que es capaz de dormir. Al menos es capaz de respirar, como bien comprobó ayer Voltaire. Tiene su lógica, piensa, el respirar es un reflejo tan profundamente grabado en nosotros que ni la muerte puede destruirlo. Además, sin respirar es imposible hablar. Voltaire se detiene un momento frente a la puerta, dudando si abrirla un momento para atisbar al interior. Teme encontrarla vacía, que Alex se haya marchado en medio de la noche, de las pocas horas de noche que ha pasado dormida. O peor aún, que no haya ningún rastro de su presencia, ningún indicio, ninguna huella, porque nunca haya existido. Que todo haya sido el producto de un sueño que el duermevela del despertar todavía hace ver como real. Voltaire se apoya levemente en la delgada plancha de cartón y madera que hace de puerta de su dormitorio y deja de respirar por un momento, esforzándose en no producir ningún sonido para poder oír claramente cualquier cosa que venga del interior. Pero nada le llega, solo un silencio frío. Espera a alejarse unos pasos de la puerta antes de volver a respirar, y se mete dentro del cuarto de baño.

Tiene ojeras. Es lo primero que salta a la vista cuando se mira al espejo. Pero se encuentra mejor, mejor que ayer, al menos. Alex tiene razón, no está infectada. No sabe si alegrarse o entristecerse. Todavía tiene mucho que aprender, quiere mantener a la duda alejada de su pensamiento hasta que termine de aprenderlo todo. Sin dudas, sin remordimientos, sin vacilación, se dice a sí misma en silencio mientras mira sus propios ojos levemente inyectados en sangre. Baja la vista al lavabo, a sus manos apoyadas sobre su borde, y descubre las pequeñas líneas rojas bajo sus uñas.

Abre rápidamente los grifos y pone el tapón del lavabo. Sangre, la sangre de Dani, aferrándose a ella como una memoria culpable, un pedazo de él que todavía puede ejecutar una suerte de venganza relacionándola con su muerte a los ojos de los demás. Lanza la gastada pastilla de jabón dentro del lavabo y mete los dedos. Deja que la sangre se ablande un momento por el agua y después intenta frotársela como puede, sin escatimar el jabón. No se detiene hasta que las manchas han desaparecido, y después se lo piensa mejor y sigue un poco más. Sabe que ahora pueden encontrar pistas en cualquier sitio, por cualquier cosa. Abre el grifo de la ducha y se mete dentro, dejando que el agua fría se deslice por su piel por un largo rato, la cabeza introducida en la campana de silencio provocada por el cono de agua. Por eso no la escucha llegar.

Voltaire tiene los ojos cerrados, por eso no ve como se descorre la cortina de la ducha y un pálido cuerpo desnudo entra tras ella. Lo primero que siente es el tacto de unos dedos fríos sobre la piel de su vientre. Abre los ojos asustada, y entonces son unos labios, fríos y húmedos como un témpano de hielo los que se depositan sobre su cuello.

-Buenos días, mi sierva-susurra la grave y terriblemente hermosa voz de Alex junto a su oído.

Voltaire se sorprende a sí misma sonriendo, estremeciéndose de placer bajo el tacto de su piel muerta. Se gira y lo primero que ve son los ojos sin brillo de Alex frente a los suyos, su cabello negro mojado y pegado a su cabeza. Con un movimiento encantadoramente furtivo deposita un beso en la mejilla de la vampira, y después besa levemente sus carnosos labios.

Alex solo sonríe.

-Estoy sucia-dice al fin-. Frótame.

Alex se gira y le muestra a Voltaire el lienzo de palidez casi blanca de su espalda, decorado por un inmenso tatuaje, una especie de silueta alada que cubre desde su nuca hasta sus hombros y que parece estar formado por pétalos de rosas negras y rojas. Voltaire deja caer un chorro de verdoso gel de baño sobre el hueco de sus manos y después comienza a frotar con ellas la fría espalda de Alex. Una fina película de polvo gris parece desprenderse de la piel de Alex, mezclándose con el agua y tiñendo de oscuro el riachuelo que se desliza entre sus pies y muere en el desagüe. Cuando termina con su espalda, Voltaire mueve tímidamente las manos hacia abajo, pero Alex las coge por las muñecas y las deposita directamente sobre su trasero.

-No temas tocarme-le dice.

Voltaire se siente repentinamente excitada, y la excitación da alas a su atrevimiento. Frota sensualmente el redondeado trasero de Alex y después rodea su cintura con las manos, para subirla hacia los duros y fríos pechos de la vampira. Alex gira la cabeza un momento y su sonrisa de malvada le demuestra a Voltaire su aprobación. Los dedos de Voltaire rozan juguetones los pezones de Alex, consiguiendo provocarle un escalofrío.

-Eres una buena sierva-susurra la vampira.

Alex se gira y abraza a Voltaire, entrando junto a ella bajo el cono de agua de la ducha, besando apasionadamente a su asustada sierva mientras el agua termina de arrancar la mugre que cubre su piel, quizá cenizas y podredumbre de la tumba, quizá restos de su propia y antinatural putrefacción. Una lengua fría se desliza entre los dedos de Voltaire, palpitando con una fuerza inquietante, el latido de un corazón no muerto. Voltaire agarra esa lengua con sus dientes, lo justo para causar un leve dolor, y después la acaricia con la suya, mientras siente el cuerpo de Alex palpitando contra su piel, robándole su calor para hacerlo suyo.

Entonces el beso termina, y Alex se separa de ella y sale de la ducha. Voltaire descubre entonces que está temblando. Sus rodillas fallan por un instante y se acurruca en el suelo de la ducha para no caer.

*****

Las horas se han deslizado rápidamente frente a Voltaire, que ha asistido a todo sin poder librarse del vértigo de sentirse en un sueño, de que su sentido de la realidad ha quedado anulado de alguna forma.

Había encontrado su habitación vacía, y se había vestido con las mismas ropas que la noche anterior. Entonces Alex se había presentado en el umbral, aún totalmente desnuda, el color oscuro de sus pezones y su vello púbico haciendo resaltar más aún la palidez de su piel.

-Necesito ropa-le había dicho-. La mía esta para tirarla.

Nada de lo que Voltaire tenia en su armario le valía a Alex, así que habían tenido que entrar en la desordenada habitación de Anais para saquear furtivamente su mejor surtido armario. Voltaire había sacado prendas del armario y las había depositado sobre la desecha cama de Anais mientras Alex contemplaba curiosa los carteles de Los Sonámbulos que decoraban las paredes, todos dibujados por un desquiciado miembro del grupo, asemejando los dibujos de un enfermo mental o de un niño especialmente perturbado.

-Si ella llega y nosotras seguimos aquí-había dicho Alex de repente-, no debe saber que soy lo que tú sabes que soy.

Voltaire se limitó a asentir.

Finalmente Alex había elegido una camisa gris oscuro y unos ajustados pantalones de falso cuero. Unas viejas y ya descartadas botas de Anais que guardaba por algún motivo se ajustaron a sus pies.

Ahora recorrían las dos juntas las calles, manteniéndose de momento en las zonas más oscuras, huyendo de las luces de los rótulos de los locales y del mortecino brillo de las farolas. Alex parece estar nerviosa, mirando a su alrededor con una inquietud que atemoriza a Voltaire.

-¿Que te ocurre?-susurra Voltaire.

-Necesito más-dice ella, sin necesidad de aclarar a que se refiere-. Para eso estamos aquí.

Caminan en silencio durante un momento, moviéndose en el borde la zona de la movida nocturna, siguiendo una pauta de depredación que Voltaire todavía no comprende.

-Así es todo esto-le dice Alex de repente, en un grave susurro-. Esto es mi vida, el buscar más sangre, el buscar otra maldita dosis de sangre caliente para que no tiemblen mis manos, para que el frío no me consuma, para no quedarme más rígida que un cadáver.

Alex se detiene de repente, poniendo una mano de largos dedos sobre el pecho de Voltaire para forzarla a detenerse. Un joven de largos cabellos y cazadora de cuero fuma con expresión aburrida unos metros frente a ellas, sentado en los escalones que llevan a un portal.

-Ese-dice Alex, una sonrisa traviesa aparece de repente en su rostro-. Sígueme, me servirás de ayuda.

La vampira comienza a acercarse a su víctima. El joven levanta la vista cuando escucha los pasos de Alex, su rostro muestra su sorpresa cuando descubre la siniestra belleza que se le acerca con pasos contoneantes, mirándole con una expresión que solo se había atrevido a imaginar en sus sueños más perversos. Tras ella va otra chica, también hermosa, pero al parecer algo más tímida.

-Buenas noches, guapo-le dice Alex con voz de terciopelo al llegar a su lado.

-¿Puedo ofrecerte algo?-dice el joven-. Tengo de todo.

-Quizá si haya algo que puedas ofrecerme, guapo-dice Alex, sentándose a su lado, comenzando a juguetear con los largos cabellos de su víctima.

El joven rebusca en sus bolsillos y extrae una pequeña pastilla de color marrón.

-Esto es hachis de la mejor calidad-dice, sin poder apartar la vista de la mirada ambarina de Alex.

-No es eso lo que busco, encanto-le dice Alex, atreviéndose a deslizar un dedo por la mal afeitada barbilla del joven-. Digamos que mi amiga y yo estábamos un tanto aburridas y al ver al un tipo tan guapo como tú pensamos que quizá podríamos divertirnos juntos un rato.

El joven consigue desviar su mirada de los cautivadores ojos de Alex para mirar furtivamente a Voltaire, que les contempla apoyada en la pared junto a ellos, intentando, sin mucho éxito, que el miedo y la excitación que la dominan no se reflejen en su rostro, traicionándose a si misma al permitir que sus uñas arañen nerviosamente los ladrillos sobre los que se apoya.

-¿Queréis ir a algún sitio?-dice el joven balbuceante, volviendo a someterse voluntariamente al hechizo de la mirada de ámbar de Alex.

-A algún rincón más apartado-dice Alex-. Aquí cualquiera podría vernos.

Alex toma el brazo del joven y le hace levantarse con ella. Apoya la cabeza en su hombro y comienza a guiarle hacia un oscuro callejón cercano. Voltaire les sigue a pocos pasos, sin saber que hacer para ayudar a la maligna seducción de Alex, decidiendo al fin no hacer nada, limitarse a mirar.

Al llegar al callejón Alex empuja con fuerza al joven contra la pared. La victima sonríe ante lo que cree que es un simple juego y no opone resistencia cuando Alex se abalanza sobre él y pega su boca a su cuello. Una mano de Alex cubre de repente con fuerza la boca del joven y los labios de la vampira se separan, revelando unos dientes ávidos de sangre, con la fuerza que da él más puro ansia de supervivencia.

Por algún motivo Voltaire recuerda haber leído en algún lugar que los músculos de la mandíbula son los más fuertes del cuerpo humano mientras ve como los dientes de Alex desgarran la piel de su víctima y un chorro de sangre comienza a manar de su cuello. El joven intenta liberarse, intenta gritar pero la fuerte mano de Alex se lo impide, y tan solo un gemido ahogado escapa de sus labios. Trata de empujar a Alex pero la vampira reacciona brutalmente y golpea su cabeza contra la pared. Tras esto su resistencia parece volverse más manejable para Alex, que no deja de beber del manantial de cálida sangre que sus dientes han abierto, que ahora se desliza sobre sus labios y mancha la sucia camiseta negra que viste el joven.

De repente Alex se dobla por el dolor. La víctima ha vuelto a rebelarse y la ha golpeado en el estómago con su rodilla. Voltaire contempla horrorizada como la victima se libera de Alex, que escupe un chorro de preciada sangre antes de gritar.

-¡No le dejes marchar!-le ordena la vampira.

Voltaire ve el rostro horrorizado del joven al encontrarla en la entrada del callejón, en el umbral de su proverbial huida hacia la luz. Se lanza contra él y rodea su cintura con sus brazos, haciéndole caer al suelo y cayendo ella misma sobre él. Está débil, pero se debate con la fuerza que da la desesperación. Al instante Alex está sobre ellos dos, agarrando cruelmente los cabellos del joven y ahogando su grito de dolor y terror al clavarle la navaja de Voltaire en la garganta. Voltaire se separa de ellos, mientras Alex comienza a beber de la nueva herida con un ansia animal, hasta que no queda vida en el cuerpo de la víctima, y la sangre deja de manar.

Alex gruñe eufórica cuando se incorpora sobre el cadáver, mirando a Voltaire con ojos de brillan por un instante como si pertenecieran a un ser vivo. Es la vida que ha robado, el calor que ha arrebatado de su presa.

Voltaire se siente insensibilizada, incapaz de sentir horror ante lo que acaba de presenciar, ante el acto que acaba de ayudar a realizar. Es ya la segunda vez que ayuda a matar a alguien, pero ahora no lo siente con la misma fuerza que la primera vez. Quizá sea este el aprendizaje al que se refiere Alex, el aprender a matar sin remordimientos.

Alex termina de ponerse en pié y se acerca a ella.

-Límpiame la sangre-le dice.

Voltaire levanta una mano para limpiar la sangre que mancha los labios de Alex, pero la vampira la atrapa a medio camino.

-Con la lengua-ordena.

Obediente, sintiéndose infinitamente perversa, Voltaire comienza a lamer la sangre que mancha los labios de su señora.

*****

Poco después vuelven a estar en el apartamento de Voltaire, en el desordenado salón, Alex sentada en el sofá que ha servido de cama a Voltaire, y ella sentada en el suelo, a sus pies. Se pasan una botella de cerveza mejicana mezclada con tequila, no lo suficiente como para embriagarlas pero si para aligerar sus mentes y sus corazones. Voltaire se abraza a la torneada pierna de su señora y se pregunta si alguna vez llegó a imaginar que era tan desesperadamente retorcida.

-No hay secreto, ni magia, ni poder en nada de esto-dice Alex tras dar un profundo trago a la botella, ya medio vacía.

Un antiguo disco de algún grupo gótico medio olvidado de los años 80 suena de fondo, desde el dormitorio de Voltaire, en su pequeño equipo estereo. Desde aquí, la música parece surgir tenuemente de las paredes. La tristeza de las letras y la oscuridad de la música le suenan extrañamente adecuadas a Voltaire. Son lo único que se siente capaz de escuchar en este momento.

Hace una semana no se habría pensado capaz de matar. Y ya lo ha hecho, aunque sea indirectamente, dos veces. No hay ningún hechizo al que culpar, ninguna seducción mágica en la que descargar sus responsabilidades. Ha matado, y no le gusta, pero no se siente mal por ello. Ha leído lo suficiente como para saber que pronto dejará de importarle, que la parte de su mente que se preocupa por la subsistencia del resto de su especie se irá marchitando lentamente con cada nuevo chorro de sangre que manche sus manos y sus labios, hasta terminar por apagarse. Y que nunca podrá recuperar esa parte de si misma después.

No le importa si a cambio consigue ser como ella.

-Ahora debo tener cuidado-dice Alex, pasando la botella a Voltaire-. Dos muertes en poco tiempo. Puedo llamar la atención. Porque cada vez quieres más, ¿sabes? Es como la maldita heroína, eso me han dicho. Quieres más y coges más, y al hacerlo lo único que consigues es querer más aún. Hasta que llegas a convertirte en una bestia, en algo que solo piensa, vive y siente para la sangre, para matar y beber, matar y beber. Y entonces es cuando te encuentran y te destrozan, y te dejan por muerta.

-¿Es eso lo que te pasó a ti?-pregunta Voltaire, antes de derramar el dorado líquido por su garganta.

-No seas tonta-dice Alex-. Si me hubiese ocurrido estarías muerta. El secreto es el mismo que el de los heroinómanos intelectuales de antaño, o el de los adictos al opio del diecinueve. Tomar solo lo justo, solo lo necesario para seguir subsistiendo, nada más, no dejar que esta maldita adicción, esta necesidad te domine, que no suplante tu mente y tu voluntad. Es difícil moverse en el filo entre el control y el vicio, pero puede conseguirse. Si lo haces, subsistes para siempre.

-¿Subsistes?-pregunta Voltaire, desconcertada por el uso de esa palabra.

-Soy una maldita enferma, pequeña-dice Alex-. Desengáñate, no soy una criatura de las tinieblas, solo una maldita enferma terminal cuya enfermedad le impide morir, y cuyos síntomas se alivian al beber sangre humana. No soy otra maldita cosa que eso, una criatura patética que siempre se arrastrará entre las sombras.

Hay tristeza en el rostro de Alex, sus bonitas y malignas facciones deformadas por un dolor que ha asomado repentinamente a sus ojos. Voltaire la contempla entristecida, sin saber que pensar.

-Hubo un tiempo en que yo era como tú-dice Alex, de repente-. Ingenua y malvada al mismo tiempo, deseosa de conocer los secretos de las tinieblas, de dominar el misterio que me permitiera ser siempre joven y poderosa. Lo busqué por años, y al final encontré esto, esta maldita maldición que arrastro.

-¿Hace mucho de eso?-pregunta Voltaire, deseosa de desvelar los misterios de su señora.

-No mucho, relativamente-dice Alex-. Pero supongo que tú no habías nacido entonces. Era otro mundo, más joven y menos cínico, en el que incluso el mal tenia un aura de inocencia que lo hacia muy distinto de todo hoy en día, en el que la oscuridad parece haberlo manchado todo con su toque degenerado. ¿Quieres dormir?

Voltaire niega con la cabeza. No podría aunque lo intentara. Además, teme lo que los sueños pueden traerle, los rostros de Dani y el vendedor de drogas suplicándoles una piedad que ella fue incapaz de darles.

-Tengo mucho que contarte, pequeña-dice Alex.

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Capitulo 3

lunes, 18 de agosto de 2008

-Estás extraña hoy-dice Anton-. ¿De verdad te encuentras bien?

Voltaire tarda un momento en darse cuenta de que Anton le está hablando. Todavía lleva puestas las gafas de sol, y solo se da cuenta cuando intenta enfocar a Anton, que la mira desde el rincón más oscuro de la tienda. Se las quita torpemente con dedos que no hacen más que temblar.

-No lo sé, Anton-dice al fin, hablando casi en un susurro-. Creía que estaba mejor, pero no estoy bien del todo.

-Pequeña, ¿me lo estas contando todo?-insiste Anton, acercándose a ella, tratando de mirar dentro de sus ojos.

Pero ella rehuye su mirada como nunca lo ha hecho. Se siente fatal por haberle mentido, por tener que seguir mintiendo para poder mantener la primera mentira. También se siente extraña por sus deseos, por sus pensamientos, por unos ojos ambarinos y ansiosos que no puede sacar de su cabeza, por el temblor que domina sus manos y su cabeza desde que despertó esta mañana, que apenas se ha mitigado un poco a lo largo del día. Ha vomitado los pocos cereales que ha conseguido comer, su estómago se ha concentrado en una bola de nervios tirantes como cables de acero y se ha negado a digerirlos.

-¿Cómo te has hecho eso?-le pregunta Anton, tomando su mano, cubierta por un improvisado vendaje de telas blancas.

Voltaire mira su propia mano y siente un escalofrío recorrer su espalda al recordar la lengua de la vampira acariciando su herida, el sonido de la succión de su sangre dentro de aquella boca cruel y hermosa.

-Me corté haciendo la cena-miente de nuevo-. Estaba débil y torpe.

-Pudiste haberte cortado un dedo-dice Anton-. ¿No estaba Anais para ayudarte?

-No-dice Voltaire, contenta de tener que dejar de mentir-. Sigue de gira.

-¿Cuándo volverá?-pregunta Anton.

-No lo sé-le dice Voltaire-. Ya sabes como es, ni ella misma sabe cuando van a terminar su gira. No creo que sepan cada día donde van a tocar la siguiente vez.

Anton se permite una sonrisa. Los Sonámbulos eran el grupo de Anais, una pequeña panda de bohemios enamorados del rock que se plantaban en locales a lo largo de todo el país pidiendo hablar con el encargado para actuar allí esa misma noche. Muchas veces actuaban como teloneros improvisados de la auténtica actuación programada, otras eran el sorprendente número principal de la noche. Aquella forma de comportarse era su marca de fábrica, como les gustaba llamarla, y habían conseguido convocar a un pequeño grupo de seguidores que siempre hacían conjeturas y averiguaciones para poder adelantarse a ellos y escuchar su próximo concierto.

-Estamos hablando de ti, pequeña-dice Anton-. Te conozco desde hace lo suficiente como para darme cuenta que hay algo que te tiene intranquila. No has dibujado nada en todo el día, y eso es algo que nunca había visto.

Voltaire mira al cuaderno abierto sobre el mostrador, frente a ella. La misma página en blanco que esta mañana, cuando entró. Antón tiene razón. Hoy no es ella misma, y el no ha sido el único en darse cuenta. Los clientes la han notado distante, sorprendentemente fría. Ha visto miradas de extrañeza, también de tristeza, pero por suerte ha sentido comprensión tras esas miradas.

-¿Quieres hablar de algo?-dice Anton.

-No lo sé-dice Voltaire, sin mentir.

Rehuye de nuevo la mirada de Anton, temiendo que el viejo rockero pueda leer en sus ojos las perversiones que atormentan su alma.

-Siempre ayuda-dice Anton con voz suave.

Voltaire se limita a asentir. Antón gira el cartel que indica que el local esta abierto para que nadie les moleste por un momento. Tras eso se inclina sobre el mostrador, frente a ella.

-Anton-dice Voltaire atreviéndose de nuevo a mirarle a los ojos-, ¿qué harías por conseguir aquello con lo que siempre has soñado?

Anton sonríe, como casi siempre que su mente le trae un recuerdo de la persona que fue hace mucho tiempo.

-Si me lo hubieses preguntado hace veinte años, te diría que cualquier cosa-dice-. Ahora ya no estoy seguro. Tengo a mi esposa, a mi hijo, esta tienda, te tengo a ti. Mucho depende de mí. La libertad de la juventud hace tiempo que desapareció de mi vida.

-¿Y si estuvieses en mi caso?-le pregunta Voltaire.

-Si tuviese tu edad, y tu ausencia de ataduras, me lanzaría a cualquier cosa por conseguir lo que siempre he querido. ¿Quieres saber un secreto?

Voltaire atesora los pequeños secretos de Anton, pequeñas perlas de sabiduría adquiridas a lo largo de su vida.

-Es algo que un amigo medio borracho me susurró una noche-dice Anton, su mirada perdida por un momento en algún lugar del infinito-. Que los sueños los fabricamos con pedazos de nuestra alma. Son como apuestas que hacemos contra el destino. Si ganamos, si nuestro sueño se cumple, nuestra alma se hace más fuerte y poderosa. Pero si perdemos, nos quedamos sin un pedazo de nuestra alma, de lo que somos. ¿Has oído hablar del mito de Fausto?

-Claro-contesta Voltaire.

-Es una mierda-dice Anton-. Es una de esas historias que los poderosos inventaron para que la gente se conformase con sus vidas. ¿Sabes lo que haría yo? Si el diablo se me apareciese y me ofreciera mis sueños a cambio de mi alma, se la daría envuelta en un lazo rojo.

Una tímida sonrisa aparece en los labios de Voltaire.

-¿Porque estamos hablando de esto?-pregunta Anton, contento ante la aparición de esa sonrisa.

-Por nada-dice Voltaire, apartando la vista como una niña traviesa.

-¿No estarás enamorada o algo así, no?-le pregunta.

-Tal vez-dice Voltaire.

Anton se siente un poco más tranquilo, incluso se permite sonreír. Pero algo en la mirada de Voltaire le dice que no queda mucho tiempo antes de que abandone su lado para vivir su propia vida. Y no puede evitar entristecerse por ello.

*****

A Voltaire no le cuesta mucho encontrarle. Lo que más le cuesta es no pensar en lo que va a hacer.

Se repite a sí misma que el imbecil se lo tiene merecido, que es algo que ocurriría de una forma u otra aunque ella no hiciese nada. También se esfuerza en recordar todas las cosas que sabe que ese bastardo le ha hecho a otras chicas, la forma en las que las ha tratado, las infidelidades que ha cometido, las palizas que ha dado a sus novias.

Voltaire teme que no sea suficiente como para no vacilar en el último momento.

El Refugio es un lugar extraño, un enorme pub construido en el interior de una vieja casa, una laberíntica sucesión de oscuras habitaciones, cada una con su ambiente, cada una con una música distinta, creando una cacofonía de sonidos discordantes en los mal insonorizados pasillos, que permanecen siempre a oscuras, iluminados apenas por la tenue luz que proviene de las estancias. Es en estos rincones donde parejas, y ocasionalmente tríos se refugian para deleitarse con el tacto de sus cuerpos, con el sabor de su piel y de su sudor. Voltaire suele acudir mucho a este lugar los fines de semana, en los que toda la casa se llena del ajetreo de decenas de personas de aspecto estrafalario que se mueven de un ambiente a otro según su estado de ánimo o siguiendo rituales privados. Nunca había estado en los días del medio de la semana, cuando apenas pequeños grupos deambulan por sus salas o vegetan en los muchos sofás viejos que decoran las habitaciones y los pasillos.

Una chica corpulenta le pone la mano en el hombro con una violencia que Voltaire no se esperaba. Apenas ve su rostro en la oscuridad, pero nota que la mira con expresión hosca.

-¿Tienes un cigarrillo?-le pregunta con la misma brusquedad que su forma de abordarla.

-No-responde Voltaire lacónicamente, manteniendo la mirada desafiante de sus ojos verdes.

Aunque lo hubiera tenido, no se lo habría dado. Hay gente que sencillamente no sabe comportarse, sin importar el ambiente en el que te muevas.

Finalmente la chica maleducada suelta su hombro y continua su camino. Voltaire sigue avanzando, buscando por las estancias del Refugio, examinando las formas que se esconden en las tinieblas, deseando encontrarle y temiendo el momento en el que tenga que mirarle a los ojos.

Pero aunque es ella quien busca, es él quien la encuentra.

-¡Eh!-grita la inconfundible voz de Dani, para hacerse oír por encima de la música-. ¿Qué haces aquí sola?

Dani la mira desde uno de los sofás, con expresión sinceramente sorprendida. Nunca le guarda rencor por haberle rechazado, es demasiado patético como para tener un poco de dignidad y saber donde no es bienvenido. Por suerte esta noche eso le da ventaja a Voltaire en el delicado y artístico juego del embaucamiento.

Voltaire piensa en Satán, imagina lo que le gustaría que la Gran Serpiente existiese realmente, que fuese algo más que un concepto de rebelión. Y se dice a ella misma que va a hacer que el Señor de las Tinieblas esté orgullosa de ella. Va a usar todo lo que ha aprendido de él, de los escritos de sus discípulos a lo largo de la historia. El arte del engaño, de la ilusión, lo que llaman magia menor.

Lentamente, toma asiento en el sofá, junto a Dani, no demasiado cerca. Sabe que Dani es idiota, pero no quiere subestimarlo. Podría sospechar.

-Esto es lo que me faltaba-dice, como para ella misma pero lo suficientemente alto como para que Dani lo escuche.

Dani parece ir vestido con las mismas ropas de la otra noche. A veces Voltaire ha pensado que Dani tiene la misma costumbre que Einstein, que se ha comprado un montón de camisas, pantalones y chaquetas iguales para no tener que preocuparse de que ponerse cada día. Seria irónico que un idiota y un genio tuviesen algo en común. El patético Casanova se inclina para acercarse a ella. Voltaire toma su cabeza entre sus manos, como si se sintiese abatida. Le cuesta horrores no levantar la vista furtivamente para mirar la reacción en el rostro de Dani.

-¿Que es lo que te ocurre?-le pregunta, el presunto tono comprensivo arruinado por la necesidad de gritar.

Al fin se permite alzar la vista. Dani ha intentado poner cara de preocupado mediante una capacidad actoral digna de un actor porno. Le importa una mierda lo que le pase con tal de poder llevársela a la cama, y ahora va a intentar aprovecharse de su aparente vulnerabilidad.

-Nada, solo quería estar sola, perderme un rato-dice al fin-Eras el último que quería encontrarme.

Dani piensa en sus palabras por un instante, sin duda tratando de encontrar una forma de llevar la conversación a su terreno.

-Quizá sea el destino-dice al fin-. Quizá necesitabas encontrarme.
-Tonterías-responde ella, haciendo un gesto de desprecio.

Le rechaza pero todavía no se ha alejado de él. Sabe que eso está desconcertando a Dani, y que ahí está la brecha en la que debe ahondar.

-Oye-dice Dani-, si te sientes mal tal vez te haga bien un poco de compañía, algo de conversación.

-Quien sabe-le concede Voltaire por primera vez en su vida.

-¿Que es lo que te ha pasado?

Voltaire permanece en silencio un momento. Después alza de nuevo la vista y mira a Dani con expresión seria.

-¿Que harías por mí, Dani?-le pregunta.

Las palabras de Voltaire desconciertan a Dani. Por un instante reflexiona rápidamente en qué decir, como dar la respuesta perfecta.

-Ya sabes que lo que fuera-le dice Dani.

Voltaire nunca ha escuchado de Dani nada que le haga suponer eso, pero no le extraña su respuesta. Va a intentar mantener una ilusión, de embaucarla sin saber que es él el embaucado. Va a ser mucho más sencillo de lo que imagina.

-Hay un lugar, no muy lejos, al que me encanta ir-dice Voltaire-. ¿Me acompañarías?

-Por supuesto-dice Dani, visiblemente aliviado de que sea esa la proposición.

-Necesito algo de intimidad-dice Voltaire, sus palabras escogidas cuidadosamente para que Dani imagine dobles sentidos.

-¿A donde vamos?-pregunta Dani.

-Espero que no te dé miedo-dice Voltaire, permitiendo que una sonrisa asome a sus labios-. Vamos al cementerio.

-¿Porque iba a tener miedo?-dice Dani, con voz vacilante.

Le atemoriza la idea de visitar el cementerio, pero nunca lo confesará ante ella. Hará la proeza de acompañarla, ignorando sus temores. Todo por conseguirla.

Voltaire ya le tiene en su poder.

*****

Antes de abandonar el refugio Voltaire ha tenido que visitar el baño para vomitar de nuevo sobre una sucia taza. Se sigue sintiendo mareada, débil, pero también algo mejor que esta mañana. Sea lo que sea lo que le está pasando, esta suavizándose. Se está curando, aunque no sabe de que enfermedad. O quizá solo sea su mente, su nerviosismo, su miedo, que al fin está consiguiendo domar.

El cementerio está rodeado de una alta verja cuyas puertas antaño se cerraban durante la noche. Pero ahora, afortunadamente, nadie se encarga de cerrarlas. Chirrían sobre sus goznes cuando Voltaire las empuja, y el ruido sobresalta a Dani. El patético conquistador permanece desde hace tiempo unos pasos detrás de Voltaire, preguntándole insistentemente si de verdad necesita ir a este lugar, si no estarían mejor en otro de los muchos sitios que Dani conoce. Voltaire teme que se acobarde en el último momento, pero algo le dice que no será así.

Esta noche el aire roza las ramas de los árboles provocando gemidos helados que son un desgarrado presagio de muerte. La luna les contempla desde la bóveda de la noche, iluminándolos con su resplandor plateado, dando aspecto cadavérico a sus semblantes. Todo en la noche conspira para que Voltaire consiga sus fines.

-Vamos-susurra, haciendo un gesto a Dani.

Se adentra sin pensarlo en el cementerio, la vista fija en su destino, aunque aún no lo puede ver. Escucha los pasos vacilantes de Dani sobre la gravilla, tras ella, sin verlo sabe que está mirando nerviosamente a su alrededor, temeroso de cada lápida, de cada estatua suntuaria, de cada sombra, de cada gemido del viento entre las ramas. Hace frío, pero no el suficiente como para temblar. Sin embargo los dos tiemblan, los dos de miedo, cada uno por distinto motivo.

Demasiado pronto, casi asustando a Voltaire, llegan al círculo de panteones.

-Es aquí-le dice a Dani.

El patético rockero mira a su alrededor, los brazos cruzados sobre el pecho para reprimir sus temblores.

-Te van cosas muy raras-susurra.

-No tendrás miedo, ¿no?-dice Voltaire, sonriéndole con crueldad.

-No digas tonterías-dice Dani con voz temblorosa-. Solo tengo frío.

-Vamos ven-dice Voltaire-. Estas cosas me ponen a cien.

Voltaire entra sin pensárselo en el panteón. La vampira sigue allí, acurrucada en una de las esquinas. Alza la vista cuando ella entra, y sus miradas se cruzan. Voltaire siente la comprensión de esa mirada como si le estuviese golpeando el pecho. Ella sabe lo que Voltaire se dispone a hacer. Lo ha estado esperando. Sin dejar de mirar aquellos ojos ambarinos, Voltaire se oculta tras la puerta entreabierta del panteón.

-¿Que hay aquí dentro?-dice Dani al entrar lentamente en el edificio mortuorio. Se sorprende al ver a la vampira, que deja de mirar a Voltaire por un momento, para evitar que su mirada traicione su escondite.

Voltaire siente algo deslizándose sobre sus botas. Baja la vista y en la oscuridad vislumbra la blanquecina figura de una serpiente deslizándose entre ellas. Dani no escucha el chasquido de la navaja de Voltaire al abrirse, ensordecido por el sonido de sus propios pasos.

-¿Quién eres tú?-pregunta Dani, acercándose a la vampira, demasiado mundano como para darse cuenta de que no es a un ser vivo a lo que se está dirigiendo.

Sin atreverse a pensar, Voltaire sale de su escondite y agarra el pelo de Dani violentamente. De un solo gesto desliza el filo de su navaja sobre la garganta del rockero, sintiendo como la piel y la carne ceden bajo el frío metal. Después empuja a Dani contra la vampira, que agarra su cabeza y pega sus labios a la enorme herida de la que mana a borbotones la sangre. La lengua de la vampira se desliza serpenteante de un extremo al otro del corte, mientras la sangre rebosa sus labios y se desliza por su barbilla y su cuello. Dani tan solo acierta a temblar, atenazado por los helados dedos de la vampira, mientras su vida es lentamente consumida.

Los dedos de Voltaire pierden fuerza y la ensangrentada navaja cae ruidosamente sobre el polvoriento suelo del panteón. Tras sus dedos van sus rodillas, y tras ellas sus ojos, que dejan libre un torrente de frías lágrimas de puro horror. Voltaire cubre sus ojos con sus manos y se da la vuelta para salir del panteón, sin poder presenciar la consecuencia de sus propias acciones, de sus propios y oscuros deseos. Vuelve a la fría noche y se sienta junto a la entrada del panteón, sin dejar de escuchar los sonidos de succión de la vampira y sus gemidos de ansia, que retumban dentro de la pequeña bóveda. La bilis se agolpa en su garganta y vomita breve y amargamente entre sus piernas.

Sabe que acaba de vender su alma.

*****

Las manos de Voltaire están tan frías que casi le duele mover los dedos. Entra tímidamente en el panteón, rozando con sus dedos helados el aún más frío metal de la oxidada puerta. Tiene miedo de entrar, miedo de lo que pueda encontrarse dentro, de la reacción de su misteriosa habitante. Pero sobre todo teme el volver a ver la prueba de su crimen, el cadáver desangrado a la que ella arrancó la vida.

La vampira esta sentada en el pequeño hueco que deja el ataúd de uno de los nichos. Levanta la vista del suelo y la mira con sus ojos ambarinos, la oscura penumbra ocultando el extraño efecto de sus ojos sin brillo. A sus pies, en un confuso montón, yace lo que queda de Dani. La vampira ha debido de usar alguna de las prendas de Dani para limpiarse la sangre del rostro y de las manos. Con uno de sus pies descalzos, juguetea indolentemente con la cabeza de Dani, que reacciona moviéndose levemente en respuesta a sus suaves golpes, con el inquietante movimiento de un títere con las cuerdas cortadas. El cuello de Dani está doblado en un ángulo extraño. Al parecer la vampira ha forzado el corte de Voltaire para hacerlo más grande, para que manase más sangre de él. Por fortuna Voltaire no puede ver su rostro, ni el corte de su cuello.

Voltaire se queda junto a la puerta, dándose cuenta de que nunca ha pensado en este momento, en lo que podría ocurrir, en lo que podría sentir entre la realización del crimen y la formulación de su deseo. La vampira inclina la cabeza graciosamente, y una tenue sonrisa aparece en sus sensuales labios.

-No me tengas miedo-dice, con una voz grave y suave como la seda, la voz del mal más seductor.

La vampira hace un gesto a Voltaire para que se le acerque. La joven se mueve lentamente, como si se acercase a un animal salvaje que pudiese sobresaltarse al más mínimo movimiento en falso. Se detiene un instante para recoger del suelo su navaja, posada sobre las macabras rosas oscuras que la sangre salpicada ha dibujado sobre el polvoriento suelo. La vampira señala un espacio junto a ella, en el nicho, lo palmea con su mano para indicarle a Voltaire que se siente a su lado. Voltaire lo hace con cuidado, sin atreverse a rozar la fría piel de la vampira, que no deja de mirarla a los ojos en ningún momento.

-¿Cómo te encuentras?-le susurra la vampira.

A Voltaire le desconcierta la pregunta.

-No muy bien-admite al fin, con voz temblorosa-. Nunca había matado.

-No le has matado-dice la vampira-. He sido yo. Tu solo me has ayudado. No me refería a eso. ¿Te has sentido débil desde lo de ayer?

-Un poco-dice Voltaire, intrigada.

-Pero ahora estas mejor, ¿no?-pregunta la vampira.

-Sí-dice Voltaire-. Ya no estoy tan débil.

Pero sin embargo mi sistema nervioso parece haberse rebelado, piensa, horrorizado quizá por los crímenes que el resto del cuerpo ha cometido. Por eso quizá le temblaban las rodillas, y el labio inferior, como si fuese una niña llorona.

-No temas-susurra la vampira, alzando rápidamente una mano para acariciar una de las coletas de Voltaire.

El primer impulso de Voltaire es el de evitar el roce, pero consigue sobreponerse y siente como los fríos dedos rozan levemente la piel de su rostro mientras tocan sus trenzados cabellos, produciéndole un escalofrío no del todo desagradable.

-Sé que estoy fría-dice la vampira-. Siempre lo estoy. No importa cuanta sangre beba.

-¿Porqué me has preguntado como me sentía?-se atreve a preguntar Voltaire.
-Ayer fui algo imprudente contigo-dice la vampira-. Temía haberte infectado al lamer tu herida.

-¿Infectado?-pregunta Voltaire, aunque cree saber a que se refiere la vampira.

-Sí-dice ella-. No soy más que una enferma, y temía haberte contagiado mi enfermedad.

-No tienes porque temer eso-dice Voltaire-. ¿Por qué no quieres infectarme?

-No quiero infectar a nadie-dice la vampira.

Voltaire está perpleja. La sorpresa le corta la respiración por un instante. Nunca pensó en que esto pudiese ocurrir.

-No, por favor-dice, a sabiendas de lo patética que resulta su súplica-. Quiero ser como tu. Quiero tener tu poder, tu fuerza.

La vampira suelta de repente una risa tan amarga que casi aterroriza a Voltaire.

-¿Estas loca?-le espeta de repente-. No sabes de lo que estas hablando.

El rostro de la vampira parece haberse transformado en una terrorífica máscara de comedia.

-¿Es por eso por lo que me has traído aquí a este chico?-le pregunta-. ¿Como pago por ser contagiada, por sufrir la misma enfermedad que yo sufro? ¿Tienes idea de lo que soy?

-Eres una vampira-dice Voltaire-. Una criatura de la noche.

-Noche, día, que más da-dice la vampira-. Esto no es una poesía romántica, pequeña. Esto es la realidad. Y no tienes ni idea de lo que me estás pidiendo.

Voltaire no sabe que contestar. Su mente está a punto de saturarse de emociones. Siente lágrimas de nuevo agolpándose en sus ojos, pero no quiere llorar, no ahora, no frente a ella.

-He matado por ti-dice-. He matado por conseguir ser lo que eres.

-No eres más que una niña-dice la vampira, con tono de decepción.

Voltaire aparta la vista de los ojos de la vampira, cruzando su mirada sobre el cadáver de Dani, apartándola también de él para mirar al exterior, al pequeño fragmento del cielo nocturno que puede ver tras la puerta entreabierta.

-Te agradezco lo que has hecho-dice la vampira-. De verdad.

-Demuéstralo-dice Voltaire, asustándose de su propia osadía.

La vampira permanece en silencio por un momento. Después le susurra suavemente al oído.

-No eres la primera persona que me hace esa petición-le dice-. Había prometido no hacerlo más, pero en deferencia a tu gesto te daré una oportunidad.

Voltaire vuelve a mirar a los ojos de la vampira, que la contempla con expresión grave.

-Necesito alguien que me sirva, alguien que cuide de mí-le dice-. Tú serás mi sierva, mi esclava, si quieres llamarlo así. Puedes dejarme cuando quieras, pero mientras permanezcas a mi lado me obedecerás en todo. Y si eres digna, pasado un tiempo, te daré la oscura bendición de la enfermedad que recorre mis venas.

Voltaire asiente con al cabeza.

-Lo haré-le dice.

La vampira se pone en pie, sin dejar de mirar a Voltaire.

-Besa mis pies-le dice, con un extraño tono de crueldad en su voz.

Voltaire se sorprende de su petición, pero piensa que tal vez sea un ritual de sumisión, una forma de simbolizar su vínculo con la que a partir de ahora será su ama. Lentamente se arrodilla en el suelo frente a la vampira. Los pies de la vampira están algo sucios, pero no mucho. Y son hermosos, sensuales, y casi blancos en su palidez. Voltaire se inclina sobre ellos hasta que el olor del viejo polvo que cubre el suelo del panteón inunda su respiración. Agarra suavemente los fríos pies de la vampira con las manos y los besa lentamente, primero uno, después el otro, sintiendo la helada piel contra sus labios, sintiendo como ese frío antinatural despierta un calor abrasador dentro de ella, en su pecho y en su bajo vientre. Furtivamente desliza su lengua entre sus labios para lamer suavemente la fría piel, mientras sus dedos la acarician con cuidado.

-Ahora dame tu navaja-le dice la vampira.

Sin atreverse a pensar para qué puede necesitarla, Voltaire saca la navaja de su bolsillo y la deposita sobre las manos extendidas de la vampira.

-Quédate ahí-dice la vampira, mientras se agacha junto al cadáver de Dani-. Y mira, no apartes la vista.

Voltaire permanece arrodillada, apoyada contra el borde del nicho con la punta de sus dedos, contemplando como la vampira empuja sin ningún reparo el cadáver para darle la vuelta. Entonces aparece ante sus ojos el ancho y sanguinolento hueco de la herida, los ojos sin vida de Dani, mirando a la nada por encima de sus cabezas, su boca congelada en una expresión de absurdo temor. Voltaire aparta la vista instintivamente, asqueada.

-No apartes la vista-dice la vampira de nuevo con ese mismo tono cruel-. Esto es algo que debes aprender.

Voltaire vuelve a mirar justo cuando la vampira acciona el resorte de la navaja para liberar la hoja, todavía manchada de sangre. La vampira hace girar el arma en su mano con un movimiento de experto y sin pensárselo un instante la clava en el cadáver, a la altura del corazón. Un borbotón de sangre surge inmediatamente de la herida.

-Todavía está caliente-dice la vampira-. No ha empezado a coagularse la sangre.

-¿Porque haces eso?-se atreve a preguntar Voltaire.

-Quiero asegurarme de que está muerto-dice la vampira-. Si no lo estuviese, podría llegar convertirse en uno como yo.

La vampira saca la navaja de un tirón, provocando la erupción de un nuevo chorro de sangre, de un color hipnóticamente oscuro en la profunda penumbra del panteón. Después vuelve a clavarla una y otra vez en el cuerpo, sin dejar de mirar a Voltaire tras cada puñalada, como si disfrutara del horror que ve reflejado en el rostro de su nueva sierva. Después lame la hoja de la navaja antes de cerrarla, y se chupa la sangre que ha mojado sus dedos.

-Ya comienza a enfriarse-dice-. Se pone aún más asquerosa.

-¿Asquerosa?-pregunta Voltaire sorprendida-. Creía que os gustaba beberla.

-Has leído demasiadas novelas románticas, pequeña-dice la vampira-. Es repugnante llenarse la boca de sangre. No importa si estas vivo o eres un muerto viviente.

La vampira introduce un dedo en la herida de la primera puñalada, la que se clavó directamente en el corazón justo entre dos costillas. Lo saca empapado en sangre que se resbala viscosamente por la mano.

-Acércate-le dice la vampira.

Voltaire se fuerza a sí misma a obedecer. Gatea tres pasos hacia la vampira, inundándose del olor a sangre que mana del cadáver. Se alegra de no haber podido comer nada en todo el día. No querría haber vomitado en su presencia.

-Chupa-le ordena la vampira, acercando su dedo empapado de sangre a su boca.

Voltaire mira los ojos ambarinos de la vampira, que la contemplan con una mezcla de crueldad e interés. Se siente sucia, se desprecia por lo que está haciendo, por los sentimientos que se están despertando en su interior. Y se dice que debe librarse de todos esos absurdos bloqueos morales si quiere lograr su sueño.

Sensual y delicadamente, toma la mano de la vampira y chupa su dedo con toda la intención erótica de la que es capaz, consiguiendo que el rostro de la vampira se dibuje una expresión de placentera sorpresa. La sangre tiene un sabor metálico y repugnante, pero en estos momentos puede ignorarlo. Lo único que le importa es lo que puede leer en esos crueles ojos ambarinos.

-Me gustas-confiesa la vampira cuando Voltaire termina de chuparle el dedo-. ¿Cómo te llamas, pequeña?

-Voltaire.

-¿Que clase de nombre es ese?-pregunta la vampira, sorprendida.

-Es el que uso-responde Voltaire.

-Yo soy Alex-dice la vampira.

Voltaire toma de nuevo la fría mano de la vampira y besa su dorso, sin dejar de mirarla a los ojos.

-Encantada de conocerte, mi ama-le dice.

La vampira vuelve sonreír.

-Igualmente, mi sierva-le contesta.


© 2008, Juan Díaz Olmedo

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Capitulo 2

jueves, 7 de agosto de 2008

Voltaire escucha sin oír todo lo que sucede a su alrededor. Está ajena, sumida en unos pensamientos demasiado profundos, demasiado perturbadores. No todos los días sientes como la estructura de la realidad con la que cuentas se resquebraja y cae y es sustituida por las neblinas de lo desconocido, por la amenazadora presencia de lo imposible. Apenas presta atención a la música que le llega de la pequeña e improvisada pista de baile, a sus espaldas. Incluso la cerveza que bebe en cortos sorbos parece tener menos sabor esta noche.

Tiene que volver. Voltaire sabe que tiene que volver, que averiguar si es cierto que hay una vampira en el cementerio.

Dos golpes en el hombro sacan a Voltaire de su ensoñación. Es Zona, que la mira con una expresión de preocupación en su curioso rostro de gatita, maquillado de blanco y con sus labios negros. El pequeño cuerpo de adolescente de Zona está cubierto por un precioso vestido de encaje negro, como el de casi todas las chicas del local. Voltaire ni siquiera se ha cambiado de ropa desde esta tarde.

-¿Que te ocurre esta noche?-le pregunta Zona, forzando la voz para que se escuche sobre la música.

Voltaire mira por un momento a Zona. Sus ojos azules se fijan por un momento en los iris marrones de Zona, unos ojos que brillan a la luz de las velas que hay sobre la barra, demostrando la vida que los anima. No como los tenebrosos ojos de aquella cosa del cementerio.

-Lo siento-dice Voltaire-. Me ha ocurrido algo. No estoy de humor.

-¿Quieres hablar?-le pregunta Zona, agarrando su hombro, acercándose a ella más aún.

La pequeña Zona es una de esas personas cuya principal virtud es la de preocuparse realmente por las demás. Se sabe el centro de las vidas de mucho, el paño donde muchos secan sus lágrimas, la confidente de sus secretos más íntimos. Voltaire ha necesitado su presencia más de una vez.

-Hoy no, de verdad-le dice esta noche-. Gracias, cielo.

-Me tienes preocupada, ¿sabes?-insiste Zona.

-Has esperado para esta fiesta durante meses, no dejes que te la estropee-dice Voltaire.

-Tú también la has esperado-dice Zona.

-Diviértete, por favor-dice Voltaire, acariciando por un momento la carita de gatita de Zona.

Un precioso mohín de preocupación se dibuja sobre el rostro de Zona. Después se da la vuelta y vuelve al interior de la pista de baile.

¿Y si todo fue un sueño?, se pregunta Voltaire, aunque sabe que lo que le ocurrió fue totalmente real. Quizá es el deseo de que todo hubiese sido un sueño lo que le hace formular ese pensamiento. Lo más sencillo seria suponer que todo tiene una explicación. Voltaire sabe de gente que se creen vampiros, que viven como tales, que llegan incluso a beber sangre. Pero también sabe que esa gente se mueve en círculos cerrados, y que un ataque como el que ha sufrido esta tarde está en contra de todas sus convicciones. Quizá fuese una demente, o alguien con un sentido del humor especialmente morboso, gastando una broma. Pero Voltaire no puede sacar de su mente esos ojos sin vida, contemplándola. Ha tenido la desgracia de ver ojos vidriosos por el efecto de la adicción de las drogas, en una ocasión incluso en el rostro de alguien a quien amaba, y no lo olvidará nunca. Y los ojos de la vampira no se parecían nada a eso.

-¿Quieres algo más?-pregunta la camarera, una chica delgada con el pelo pintado de rosa.

-No, gracias-dice Voltaire, mirando por un momento la vacía botella de cerveza mejicana que sostiene entre sus manos.

No se había dado cuenta de que se había terminado la cerveza. Y cae en la cuenta de que no recuerda cuantas ha bebido esta noche. Recuerda el clásico chiste del vampiro que muerde a un borracho y se emborracha con la sangre saturada de alcohol, y pasa por su cabeza que seria divertido volver ahora al cementerio y dejarse atrapar por la vampira. Hay algo profundamente tétrico en la sonrisa que se dibuja en su rostro, algo que inquieta a la camarera.

-He bebido ya demasiado esta noche-insiste Voltaire.

Voltaire se levanta de la banqueta que ha estado ocupando toda la noche y cruza el pequeño arco que la lleva a la pista de baile. Todo el local ha sido precariamente transformado para esta noche, de una cafetería de lo más normal a un local siniestro. Hay posters de películas de terror y de grupos de los años 80 cubriendo las normalmente anodinas paredes y, en una esquina, un equipo de sonido portátil llena de música el ambiente bajo el control de un orondo discjockey. Zona y las demás están formando un corrillo cerca del centro, bailando lentamente una oscura balada romántica y deleitándose de la malignidad del aspecto de las otras, viendo cada una su propia belleza reflejada en la expresión de sus amigas. Voltaire bromea a veces con que este círculo de amistades es como los Clubs de Fuego Infernal de hace doscientos años, una sociedad de adoración mutua para cretinos decadentes. En cuanto Zona la ve, una sonrisa dubitativa aparece en su carita. Se separa del corro y Voltaire se acerca a su encuentro y la agarra del talle nada más llegar a su lado. Con una mano enguantada en cuero agarra la mano cubierta de encaje de Zona y comienza a bailar con ella con improvisados pasos de vals. La risa de Zona consigue hacerla reír. Las tinieblas se alejan de su mente por un momento.

El discjockey decide cambiar totalmente el ambiente y casi sin transición convierte la balada en el último éxito del grupo de moda de rock satánico. Zona y Voltaire se separan, saltando al ritmo de la enloquecida canción mientras alzan al aire las manos izquierdas con los dedos extendidos como si fuesen los cuernos de Satán. Voltaire baila y baila hasta que el alcohol comienza a rezumar por sus poros en forma de sudor. Entonces se aleja de aquello y se refugia en un pequeño y sucio cuarto de baño. Contempla su mirada reflejada mientras se arregla el maquillaje negro de sus labios. No puede creer lo que está pensando, las ideas oscuras y perversas que su mente está originando. Se guarda el lápiz de labios de nuevo en el bolsillo y sonríe a su reflejo, una sonrisa malvada, una sonrisa demoníaca.

Haz lo que quieras, piensa. Que esa sea la ley.

*****

El improvisado club gótico está situado en una decadente y oscura galería comercial. Tan solo la luz del interior del local la ilumina, pero eso no parece importar a los pequeños grupos de siniestros que se reúnen en pequeños corrillos cerca de la puerta, charlando en voz baja, fumando y descansando un poco del cargado ambiente del interior. Voltaire está sentada frente a un abandonado local, cerrado por una verja oxidada y casi completamente cubierta de graffitis, casi un patético monumento a las perdidas esperanzas de lucro que llevaron a construir esta galería pese a que es una zona sin tránsito, alejada del centro. La música del interior llega levemente a los oídos de Voltaire, uno de los primeros éxitos de un grupo italiano de rock sinfónico. Da un nuevo sorbo a su cerveza con tequila y mira hacia el fondo de la galería, donde está la verja que la separa del resto de la ciudad. Hay poco más que oscuridad apenas rota por el brillo amarillento de las farolas tras esa verja. Ese es su mundo, el mundo de la vampira. Aquí dentro se siente segura. Aunque se siente como una cobarde, esperará a sus amigas para ir con ellas a casa. Esta noche está demasiado alterada como para caminar sola por la calle. Sabe lo que su imaginación convocará en cada ruido, en cada eco, en cada sombra misteriosa, en cada figura furtiva que parezca acechar entre las sombras. Pero pronto, muy pronto, se hará de día y las tornas cambiarán.

-Hey, preciosa-dice una voz desagradablemente familiar cerca de ella.

Voltaire alza la vista y no hace nada para impedir que el fastidio se refleje en su rostro al ver que es quien temía que era. Dani, el maldito Dani, el tipo que lleva encaprichado de ella desde que la vio por primera vez, ese cretino que no se da cuenta de que sencillamente no le soporta.

-¿Que haces aquí solita?-dice con su voz exageradamente artificial.

Voltaire se pregunta si ensaya esa voz en casa antes de salir. Pretende ser una profunda e interesante voz de seductor, pero suena como la de un envejecido galán de opereta.

-Nada que te importe, Dani-le dice sin contemplaciones.

Normalmente, Voltaire intenta tener un mínimo de tacto al rechazar a alguien, pero Dani ha sobrepasado más de una vez la línea.

-Quizá quieras algo de compañía-dice Dani, sentándose a su lado en el estrecho bordillo, demasiado cerca para el gusto de Voltaire. El imbécil intenta pasar su brazo sobre los hombros de Voltaire, pero ella se levanta a tiempo.

-Te lo he dicho más de una vez, idiota-le grita a la cara, mientras esgrime su cerveza con tequila contra el rostro del patético intento de seductor-. Déjame tranquila. No me gustas, no me gustan los cretinos que se creen que las mujeres son de su propiedad.

-Vamos, gatita-dice Dani poniéndose en pié, con una sonrisa socarrona en su anguloso rostro.

Dani es el típico tipo que parece pasar bastante tiempo frente al espejo antes de salir a la calle, estudiando su indumentaria, ensayando poses, muecas y sonrisas. Viste de negro, con prendas que parecen sacadas del vestuario de una estrella del Death Metal. Su largo pelo negro está recogido en una coleta con un aro plateado, al igual que el del cantante de su grupo favorito. Y su rostro lobuno y no carente de atractivo está maquillado exactamente de la misma forma que el de su ídolo. Todo en él proclama a gritos su falta de personalidad propia. A Voltaire le haría reír si no fuese por sus modales de proxeneta.

-Sé que te mueres por mi cuerpo, gatita-dice señalando con prepotencia su poco agraciada fisonomía-. ¿Cuando vas a darte una oportunidad para disfrutarme?

Voltaire se limita a mostrarle el dedo medio de su mano izquierda y a darse la vuelta. Se queda helada cuando siente como Dani le palmea desvergonzadamente el trasero.

Dejando salir toda la ira y la repugnancia que Dani le ha originado en la boca del estómago, Voltaire se gira y estampa un bofetón en el rostro del cretino, arrojándolo violentamente contra la verja del arruinado local. El estrépito de la verja detiene todas las conversaciones de la galería.

-¿Ocurre algo aquí?-pregunta el portero del local gótico, un tipo gigantesco con la cabeza rapada y las cejas pintadas a lápiz.

-Nada que no pueda manejar-dice Voltaire, sin dejar de mirar a Dani fijamente con una mirada que podría detener el corazón de cualquiera.

-¿Te está molestando este tipo?-insiste el portero. Conoce bien a Voltaire y sabe que ella nunca comenzaría una pelea.

Voltaire se lo piensa un momento.

-No-dice finalmente.

Zona y las demás la miran desde la entrada del local, un poco asustadas. Voltaire se acerca a ellas, sin mirar atrás para ver como Dani se incorpora tocándose con cuidado su dolorido rostro.

-Vamonos, por favor-le susurra a Zona al llegar a su lado.

-Vamos a salir-le grita Zona al portero, mientras acaricia por un momento el rostro de Voltaire.

El portero las acompaña el corto tramo hacia la verja y la abre para que puedan salir. Una vez en el exterior, Voltaire siente un escalofrío al darse cuenta de que ya no está segura. No sabría decir si es un estremecimiento de miedo lo que ha recorrido su espalda, o de un oscuro y maligno placer.

*****

Voltaire ha llamado esta mañana a Anton, para avisarle de que no puede ir a trabajar. Le ha dicho que se encontraba mal, que no podía salir de casa. No le ha gustado tener que mentirle, pero no cree que Anton hubiera atendido a razones si le hubiese contado la verdad.

Nada más cruzar la antigua verja que rodea el cementerio, Voltaire saca la navaja del bolsillo de sus pantalones y la oculta como puede dentro de su mano. Se siente incómoda llevándola, pero necesita tener algo para protegerse, aunque no sepa si servirá de algo, o si sencillamente se atreverá a emplearla cuando se vea en la situación de tener que hacerlo. La navaja es un antiguo regalo de Anais, a la que le preocupaba la afición de Voltaire de recorrer durante la noche las calles de la ciudad. Voltaire la había aceptado y la había guardado en un cajón de su cómoda, hasta esta mañana.

Voltaire cae en la cuenta de que nunca ha estado en el cementerio a esta hora de la mañana. El sol hace mucho que surgió por el horizonte, pero no lo suficiente como para calentar la gravilla que pisan sus botas, o las hojas doradas que cuelgan precariamente de las ramas de los árboles sobre su cabeza, tenuemente acariciadas por el viento, listas para caer a la primera llamada del otoño para cubrirlo todo de una crujiente alfombra dorada. Voltaire no se cruza con nadie en su camino, tal y como esperaba. A estas horas, la mayoría de las personas comienzan sus tareas diarias, imbuidas en el ritmo de sus vidas, sin tiempo ni ánimos para recordar a los muertos.

Llega al centro del cementerio antes de lo que se esperaba. Hoy no ha tenido ánimos para pasear, para contemplar las tumbas, para saludar silenciosamente a sus habitantes. Voltaire espera no haberlos ofendido, que entiendan lo que siente en estos momentos, que comprendan porqué quiere hacer lo que se dispone a hacer. Y les suplica en silencio, al ver al fin la puerta entreabierta del panteón, que le ayuden si es que pueden hacerlo, aunque sea inspirándola para no vacilar en el momento clave. No en vano la vampira es una intrusa en su mundo, como lo es en el de Voltaire. Quizá los muertos estén dentro de sus tumbas tan asustados y fascinados como Voltaire sobre ellas.

Voltaire agarra con fuerza la navaja, como si deseara de forma inconsciente asegurarse de que está ahí, de que no es ninguna ilusión, de que le brindará la letal ayuda de su afilada hoja cuando la requiera. Avanza lentamente, el interior del panteón demasiado oscuro como para poder vislumbrar lo que en él acecha. Se detiene en el umbral, todavía deslumbrada por la luz del sol, y lentamente se desliza en su interior.

La vampira está dentro de la pequeña estancia, frente a ella, con la espalda apoyada en la pared, los brazos rodeando sus piernas, los largos dedos entrelazados. Voltaire retrocede sin pensarlo, intimidada por la mirada muerta de la criatura, y una de sus botas golpea ruidosamente la puerta de metal.

El corazón de Voltaire se ha saltado un latido, pero la vampira no se ha inmutado. Continúa mirándola, en silencio. Hay muy poca luz aquí, apenas una suave penumbra, pero Voltaire puede distinguirla con claridad. Es ahora cuando se da cuenta de lo gastadas y sucias que están sus ropas, unos pantalones vaqueros negros y una camiseta ajustada a su delgado torso. Sus pies están descalzos, con las plantas ennegrecidas por el polvo que llena el suelo del panteón. Y su rostro es duro y hermoso, un rostro de malvada, pero que ahora no refleja ninguna expresión. Tan solo mira a Voltaire con ojos sin brillo.

Al fin, Voltaire se atreve a desviar su vista por un instante de la vampira para contemplar lo que le rodea. Hay cuatro nichos transversales en las paredes, dos en cada lado del panteón. Tres de ellos contienen viejos y polvorientos féretros, el cuarto está vacío. El ataúd que contenía está en el suelo, bajo él, caído en una postura extraña y con la tapa abierta. A Voltaire no le costaría imaginarse a la vampira surgiendo del oscuro interior de ese ataúd.

Comienza a acercarse a la vampira lentamente, atenta a cualquier leve movimiento de su cuerpo, cualquier ligero cambio en su expresión. Pero la vampira se limita a seguirla con la mirada, con esos ojos que Voltaire ha descubierto que tienen la capacidad de obsesionarla, de capturar completa y despiadadamente su atención hasta el punto de que es un desafío para su voluntad separar la vista de ellos. Se pregunta si es el legendario poder hipnótico que describen las novelas o es sencillamente el miedo, ese mismo miedo que ha desbocado los latidos de su corazón y agitado su aliento.

Está muy cerca de la vampira. Ya puede casi olerla, un olor a polvo y a podredumbre que no le resulta del todo desagradable. Se agacha junto a ella, sin dejar de mirar a sus ojos en ningún momento, y acciona el resorte de la navaja para liberar su hoja, que brilla tenuemente en la penumbra. Desliza la hoja sobre la palma de su mano izquierda y siente como el filo penetra suave e implacable dentro de su carne, lo siente abrir sus venas con un dolor agudo que no tarda en crispar sus dedos y rozar levemente sus huesos, provocándole un escalofrío. El calor de la sangre llena la palma de su mano.

Las manos de la vampira se han separado nada más ver la sangre surgir de la carne de Voltaire, y ahora se acercan temblorosas a su mano, agarrándola como si tomase un cuenco, acercándola a sus pálidos y generosos labios. Voltaire deja que beba la sangre, que lama la herida, siente como la lengua seca de la vampira lacera levemente el corte, provocándole un placentero cosquilleo en medio del dolor, siente como los fríos dedos la agarran con fuerza. La sangre se derrama en dos hileras por las comisuras de los labios de la vampira, que continua bebiendo ansiosamente, succionando la herida para que no se cierre, para que siga surgiendo la sangre. Voltaire siente miedo, siente dolor, pero todo eso lo siente de una forma lejana, como si se hallara sumergida en un sueño. Es todo tan irreal, tan perversamente absurdo, que hay partes de su ser que rechazan aceptarlo.

No sabe si ha pasado una hora o solo unos minutos. La vampira separa su ensangrentada boca de la herida de Voltaire y vuelve a contemplarla con sus inquietantes ojos ambarinos. La sangre ya casi no mana de la herida. La vampira apoya delicadamente su cabeza contra la pared de piedra y la mira, una súplica silenciosa en su expresión, en su mirada.

Quiere más, necesita más.

Voltaire acaricia por un momento el frío rostro de la vampira, y la criatura entrecierra los ojos, como si la dominara el placer de la caricia. Después se pone en pié y abandona el panteón, sin atreverse a mirar atrás.

*****

El Señor Lars camina apresudaramente por la atestada calle, envuelto en su gabardina, su rostro medio oculto por sus solapas levantadas. Mira a su alrededor con expresión furtiva, examinando rápidamente los rostros de todos los que pasan a su lado, buscando gestos, signos, pistas que le ayuden en su búsqueda. Todavía no ha perfeccionado un método de identificación de sus presas, pero piensa que se encuentra en buen camino. Hay veces que se culpa a si mismo por no haber inspeccionado con detenimiento el único ejemplar de esas criaturas que estuvo en su poder el tiempo necesario para ello, pero se recuerda las circunstancias y piensa que fueron lo suficientemente terribles como para disculpar aquella imprudencia.

Calles estrechas abarrotadas de jóvenes, todos vestidos de negro, blanco, rojo y morado, de forma decadente y sensual. Ojos perfilados en negro le contemplan al pasar, labios pintados de negro susurran sobre su presencia. Es un intruso en este mundo, en estas calles que durante las horas de la noche son su reino, el reino de los góticos, de los siniestros, de esos insensatos que idolatran a las malditas criaturas que el Señor Lars persigue, que se comportan y se maquillan como patéticas imitaciones de ellas. El Señor Lars les despreciaría de no ser porque le recuerdan a alguien, a alguien a quien amaba y que fue el motivo de que comenzara su lucha contra esas criaturas.

Pronto será la hora en la que abran los clubs, en la que estos jóvenes entraran en locales oscuros para escuchar música que el resto del mundo considera pasada de moda, para beber y bailar hasta caer en un sensual y placentero trance que el Señor Lars no puede comprender. Hubo alguien que intentó explicárselo, hace mucho, pero no quiso escucharle.

Los recuerdos están atormentando al Señor Lars esta noche con especial violencia. Le gustaría pensar que se trata de un signo, de una señal de que se haya cerca de su presa, de la bestia entre las bestias que le arrebató lo único que le importaba. Pero esos recuerdos no hacen más que distraerle, hacen que no preste atención a aquellos con los que se cruza, a las siluetas apenas dibujadas que ve en los callejones oscuros, a las bellezas malignas que se apoyan en los oscuros umbrales de los locales. El Señor Lars toma una de esas oscuras bocacalles, totalmente vacía, y sigue adelante, mirando solo las punteras de sus botas.

De repente se da cuenta de que ha llegado a un lugar más iluminado. Levanta la vista para descubrir que está en una pequeña plaza, completamente desierta. El Señor Lars inspira con fuerza, después deja que el aire salga de sus pulmones lentamente, no sintiendo ningún alivio en la opresión de la boca de su estómago. Los malditos sentimientos se están adueñando otra vez de él, le están torturando implacablemente, impidiéndole cumplir su cometido. Se sienta en un frío banco de metal y mira al oscuro firmamento sobre su cabeza, mientras busca en el bolsillo de su gabardina su estropeada cartera.

El Señor Lars siente el rugoso tacto del cuero ajado contra sus dedos, busca con ellos el pequeño cierre metálico y lo abre, sin bajar la vista del cielo. Debe hacerlo, debe honrar su recuerdo para aplacar su destrozada alma por un instante, para poder continuar, para seguir buscando su venganza.

Finalmente baja la vista y la fija en los ojos que la contemplan desde la descolorida fotografía que decora su cartera. Cielos, era tan hermosa, tan parecida a su madre. No, Serlina era aún más hermosa, mucho más. Fue su orgullo durante mucho tiempo, una niña pequeña e inteligente en cuya sonrisa refugiarse tras un día interminable de trabajo sin sentido. Cuando el Señor Lars pensaba que no había nada que mereciese la pena en su vida, pensaba en Serlina, y cambiaba de idea.

Pero el tiempo fue pasando poco a poco, aunque mucho más deprisa de lo que el Señor Lars podría haberse imaginado. Y una sombra apareció en aquellos hermosos ojos, y sus risas mutaron en un misterioso silencio. Al principio no dio importancia a aquellos pequeños síntomas de que algo estaba cambiando en su hija, de que la pequeña y alegra jovencita se estaba alejando rápidamente de su lado. Vio sus labios pintados de negro, las calaveras de escayola con las que decoraba su cuarto, la maldita música que escuchaba a cada hora del día, y no le dio importancia. Es la edad, pensó, es una fase. Le tocaba ser rebelde, odiar al mundo. El Señor Lars también había sido joven y rebelde una vez, lo recordaba todavía, y recordaba haberse hecho prometer a si mismo que seria comprensivo con su hija tras una de las duras discusiones que había tenido con su propio padre. Si no toleraba a su hija, había pensado, solo conseguiré que se vuelva más rebelde, como le había ocurrido a él mismo años antes. Por eso trató de calmar a su esposa cuando Serlina comenzó a llegar cada vez más tarde cada noche, cuando encontraron botellas de cerveza vacías bajo su cama, cuando empezó a ser vista en compañía de chicos de aspecto sospechoso.

Hasta que, una noche, su hija no volvió a casa.

El Señor Lars cierra su cartera y entierra su rostro entre sus manos, sintiendo que las malditas lágrimas se agolpan en sus ojos. Necesita llorar, desahogar su dolor, su rabia. Al menos por un momento.

Un grito le sobresalta, le hace alzar la cabeza y escrutar la oscuridad frente a él con ojos borrosos por las lágrimas. Ha venido de un callejón frente a él, donde dos tenues siluetas parecen enzarzadas en una violenta danza. El Señor Lars se pone en pié y corre hacia ellas, implorando en silencio que sus peores temores se hagan realidad mientras abre su gabardina y busca la culata de su revolver.

Cuando está lo suficientemente cerca como para ver claramente lo que ocurre, lo que ve no le sorprende, pero inflama la sangre que recorre sus venas. Una chica está contra la sucia pared del callejón, forcejeando contra un tipo vestido de negro que entierra su rostro en su cuello. Sin detenerse, el Señor Lars saca el revolver de su funda y golpea con la culata el cráneo del agresor, de la maldita bestia que ha jurado exterminar. Su largo cabello negro cubre su rostro cuando cae al suelo frente a él, sobre un pequeño montón de basuras entre dos malolientes bidones de plástico. La chica grita con toda la fuerza de la que son capaces sus jóvenes pulmones, pero el Señor Lars la ignora. Apunta el cañón de su revolver contra la cabeza de la bestia, luchando contra el impulso de disparar.

Una mirada perdida contempla la nada tras una espesa cortina de cabellos negros, hasta que consigue enfocarse para distinguir el amenazador vacío del cañón del arma que le apunta. La criatura suelta un patético y desafinado grito de terror mientras retrocede espasmódicamente, golpeando uno de los bidones con su cabeza y derribándolo, derramando una cascada de malolientes desechos sobre el sucio asfalto del callejón.

Entonces es cuando el Señor Lars se da cuenta de que ha cometido un error.

-Por favor, señor, no le mate, por favor-susurra la chica entre sollozos-No le mate, por favor. No me estaba haciendo daño, por favor.

El rostro del joven es una auténtica mascara de puro horror. Sus labios tiemblan y sus ojos se llenan de lágrimas ante la visión del arma.

Esas criaturas no temen a las armas.

El Señor Lars aparta su arma del rostro del joven, que se pone en pié sin dejar de mirarle horrorizado. Contempla a la chica con ojos aterrados y de nuevo al Señor Lars, y solo entonces se da la vuelta para echar a correr.

Ha dejado a esta chica sola junto a un maniaco, piensa el Señor Lars.

Con cuidado, libera el percutor que había amartillado por instinto nada más desenfundar su arma, y la devuelve a su funda, bajo la gabardina. Después apoya la espalda en la pared del callejón, sintiendo como las fuerzas le abandonan.

Tarda un momento en darse cuenta de que la chica está todavía a su lado, sollozando. Levanta la vista de la lata vacía que ha descubierto entre sus botas y la mira, encuentra su mirada color turquesa que brilla con lágrimas de terror. Es muy joven, y muy bonita. Como ella, como Serlina.
-No tengas miedo-le dice.

Su voz suena ronca y torpe, la voz de alguien que ha perdido la costumbre de hablar.

-Lo siento-se esfuerza en decir-. Creía que ese tipo te estaba haciendo daño.

La chica se está secando las lágrimas con un pañuelo de encaje. Poco a poco, parece estar recuperando la calma.

-Es mi novio-susurra-. Es un poco bestia, solo eso.

El maquillaje de los ojos de la chica está arruinado por las lágrimas, cae dibujando surcos grises por su pálido rostro. Lentamente se incorpora, se separa de la pared y mira a la oscuridad hacia la que ha huido su aterrorizado novio.

-Y un maldito cobarde-añade.

La opresión en la boca del estómago del Señor Lars se ha hecho mucho más fuerte, tanto que casi no le deja respirar. Se lleva las manos instintivamente a la fuente de su dolor y se esfuerza en calmarse, en respirar con más calma, para que los latidos de su maltrecho corazón se calmen en consonancia.

-¿Se encuentra usted bien?-le pregunta la chica, acercándosele tímidamente.

El Señor Lars no entiende como estos jóvenes pueden ser tan amables, tan confiados, tan ignorantes de los peligros que acechan en cada rincón de este condenado mundo.

-He estado a punto de matar a tu novio-le dice, cuando consigue calmarse lo bastante como para ser capaz de hablar-. ¿No deberías tenerme miedo y huir?

-Lo ha hecho porque creía que estaba en peligro-dice la chica, sonriendo levemente-. Para salvarme.

La ingenua lógica de la chica está a punto de provocar una sonrisa en el Señor Lars. Entonces ve el símbolo rojo que decora la camiseta de la chica, medio oculto bajo su chaqueta. Su expresión cambia tanto que la chica vuelve a sentir miedo.

-¿Que es eso?-pregunta el Señor Lars, señalando al símbolo con un dedo tembloroso, como profeta iracundo.

La chica se abre la chaqueta y contempla el símbolo como si lo estuviese viendo por primera vez.

-Es el símbolo de un grupo al que vi tocar una vez-susurra temerosa.

-¿Cómo se llama ese grupo?-pregunta el Señor Lars.

-Fata Morgana-dice ella, sorprendida de su interés-. Son un grupo local.

El Señor Lars contempla de nuevo el símbolo, para asegurarse de que no está equivocado. Sí, es el mismo símbolo, la misma combinación de cruces malditas que vio colgando del cuello de Serlina poco antes de verla desaparecer.

-¿Dónde tocan?-pregunta, sin dejar de mirar el símbolo.

-No lo sé-dice la chica, que se está poniendo nerviosa-. Aquí y allá. No tocan mucho.

El Señor Lars aparta a fin la vista del símbolo rojo, y fija una mirada grave en los claros ojos de la chica.

-Apártate de ellos-le dice-. No te mezcles con ellos, no te fíes de ellos. Hazme caso.

La chica está desconcertada. Parece que sus peores temores sobre este tipo se han hecho realidad. Es un demente, le falta un tornillo. Y tiene un arma.

-Tengo que marcharme-musita-. Buenas noches.

Sin esperar respuesta, se da la vuelta y se marcha con pasos apresurados, mirando hacia atrás para comprobar que el Señor Lars no le sigue.

El Señor Lars está demasiado ocupado rebuscando entre sus recuerdos como para prestarle atención. Todavía recuerda aquel día, cuando se cruzó con Serlina en el pasillo de su antigua casa, de aquel lugar de paz que ahora solo existe en un pasado doloroso.

*****

Serlina acababa de llegar de la calle, vestida de negro como una criatura de la noche, los ojos sumergidos en pozos de negritud por obra y gracia de su exagerado maquillaje, el pelo revuelto y pintado de un rojo chillón. El Señor Lars saludó en silencio a su hija, y entonces vio el símbolo que colgaba de la cadena plateada que rodeaba su cuello.

-. ¿Que es eso?-le pregunta, señalando el amenazador símbolo.

Serlina pareció sorprenderse de que le dirigiese la palabra. En aquellos tiempos casi nunca hablaban, nada más allá de lo necesario.

-Nada-dijo ella, tomándolo con sus dedos de largas uñas y contemplándolo por un momento-. Solo un colgante que me han regalado.

Sin decir nada más, entró en su cuarto. El Señor Lars pensó en dejarlo correr, en dejarla seguir con su vida, que tomara sus propias decisiones. Pero aquel símbolo podría implicar cosas que no iba a tolerar en su casa. Entró en el cuarto de su hija antes de que ella hubiese cerrado la puerta. La mirada de Serlina se le clavó por un instante, formulando un duro y silencioso reproche por no respetar su intimidad, una intimidad que parecía haberse vuelto lo más importante para Serlina cuando estaba en casa. Después desvió la vista y se quitó la chaqueta, comportándose como si estuviese sola, ignorándole completamente.

El Señor Lars terminó de cerrar la puerta. Serlina había puesto en marcha su pequeño equipo de música nada más entrar, aunque aquel día la música era sorprendentemente tranquila, incluso con una cierta belleza.

-Quiero hablar contigo-dijo al fin.

Serlina le miró con una expresión que no supo descifrar. Después se sentó en su cama, y palmeó el espacio a su lado, invitándole a sentarse junto a ella. Y el Señor Lars se sorprendió descubriendo en aquella jovencita siniestra y rebelde la misma jovencita dulce y educada que había sido siempre, mirándole con expectación. Algo confundido, se sentó a su lado, mirándola tímidamente mientras intentaba no ser excesivamente sincero, no sonar como un histérico.
-¿No te estarás metiendo en cosas peligrosas, no?-le dijo al fin.

Serlina sonrió, una sonrisa franca pero con una cierta carga de cinismo.

-Es por la maldita televisión-dijo al fin, en medio de la risa-. Sí, debe ser por eso. En cuanto un joven se comporta de forma un poco rara, ya pensáis que es porque toma drogas.

-No, no es eso-dijo el Señor Lars-. Sé que no eres tan idiota como para eso.

-Gracias-dijo Serlina.

-No sé si sabes que ese símbolo se parece mucho a los que llevan los neo-nazis-dijo el Señor Lars, señalando al plateado colgante que colgaba del cuello de su hija.

Serlina lo miró como si lo viese por primera vez. Era tan evidente que no entendía como alguien no podía darse cuenta. Una cruz celta, negra con borde blanco, inscrita dentro de una cruz de hierro, la antigua condecoración de guerra.

-Lo sé-dijo ella-. Lo diseñó un amigo mío, el mismo que me lo regaló. Son dos símbolos de odio unidos para crear algo nuevo.

-No entiendo eso-confesó el Señor Lars.

-Es sencillo-dijo Serlina, con una voz suave y modulada que el Señor Lars nunca le había oído-. Son solo símbolos, pero están asociados con sentimientos, con ideas. Aquí están unidos, odio más odio, neutralizándose el uno al otro, creando algo nuevo, algo bello pero que conserva el poder de los símbolos anteriores.

-¿Poder?-preguntó extrañado el Señor Lars.

-El poder del miedo-dijo Serlina-. Este símbolo no representa nada, pero provoca miedo, una repulsión y al mismo tiempo una fascinación de la que nadie puede escapar. Y el poder de provocar miedo puede ser muy útil.

-¿Para qué puede servir?-preguntó el Señor Lars.

-Para que te fijes en mí lo suficiente como para preocuparte-dijo Serlina-. Para que estés aquí, hablando conmigo ahora.

En aquel momento el Señor Lars se sintió terriblemente vacío. Miró la sonrisa de su hija, pero solo pudo ver su propia culpabilidad. La abrazó levemente y la dejó sola en su cuarto, como siempre.

No sabía que era una de las últimas veces que vería a su hija con vida.

*****

El Señor Lars nunca podría haber imaginado que aquel maldito símbolo iba a ser la señal que estaba esperando, la pista que lo conduciría a su objetivo, a su venganza.

© 2008, Juan Díaz Olmedo

Publicado por Juan Díaz Olmedo en 15:25 0 comentarios  

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